Como dicen unos pocos atrevidos, de entre todas las especies de empresarios en el mundo, sólo hay dos sectores en los que se arriesga como norma: en el cine y en el narco. Cuando creen que han agotado su modelo, se reinventan. En la adversidad o en el amor -en lo legal o en lo ilegal-, ellos convencidos de ese dicho, “el que no arriesga no gana”. Desde los inicios pioneros -los de Griffith, Meyer y O. Selznick-, ya fueran estudios o las salas, o la gran distribución de celuloide, muchos intentaron con ardor que la experiencia sensorial de las películas alcanzara más allá de nuestra vista y nuestro oído, que llegase a nuestro olfato y nuestro tacto. Se emplearon proyectores que incluían aspersores. Expulsaban con mesura los perfumes -los aromas- que creía necesario el productor, distribuidor o el empresario (así, sin más, como si no fuera suficiente). Otros incluyeron movimientos (hoy en día más sofisticados) que aportaban ese plus a los sentidos que el espectador nunca había solicitado, como si, por ejemplo, el que leyera Cien años de soledad necesitase escuchar las cacatúas o experimentar la humedad.
En (Peter Greenaway, 1989), Helen Mirren le pregunta al ginecólogo -su amante- cuando entran en la biblioteca: “¿De qué te sirven tantos libros? No (Stanley Kubrick, 1960) en la que Laurence Olivier le pregunta a Tony Curtis si él es “más de ostras o de caracoles”, al espectador le hubieran servido unas y unas vaquetas. Qué fusión tan deletérea. Una cosa es entender que el empresario es arriesgado y otra que tuviera que repercutir en cada entrada los productos ingeridos durante la proyección. Todo ello añadido al maremágnum de sabores y de olores, de perfumes, de texturas, sacudidas de las sillas y demás, para así llegar exhausto a la palabra más ansiada: “Fin”. Ir al cine hubiera sido como ir a una antigua bacanal. Por supuesto, la cordura hubiera terminado prohibiendo esta celebración, como el decreto del Senado Romano que en el 186 a. de C. dio por terminado el ritual que honraba a Baco.