La última frontera de la investigación sobre el dolor se encuentra en la genética. Desde el descubrimiento, en los años 60 del siglo XX, de los nociceptores -las neuronas especializadas en detectar estímulos nocivos-, poco a poco se ha diseccionado la bioquímica del dolor, cuya base está en la nocicepción, el sentido que nos permite reparar en sensaciones potencialmente lesivas, como el cambio brusco de presión generado por un golpe.
Al igual que somos capaces de percibir la luz gracias a los fotorreceptores en la retina de nuestros ojos, por todo nuestro cuerpo se reparten fibras nerviosas que poseen nociceptores, estructuras moleculares capaces de activarse ante estímulos muy distintos: desde temperaturas superiores a los 42 °C o inferiores a los 10 °C, a estímulos mecánicos o incluso a algunas sustancias químicas; pero todos tienen en común que son estímulos con cierto potencial para dañar tejidos. La estimulación de los nociceptores activa una serie de canales iónicos que disparan un impulso nervioso que viaja desde los