Todo parece indicar que el presente y el futuro de las telecomunicaciones reside en el cielo. Faraónicos proyectos como el Starlink promovido por Elon Musk están poblando los límites de nuestra atmósfera con miles de satélites artificiales. El planeta, desde los años 50, ha quedado progresivamente «enjaulado» bajo una tupida malla de sofisticados aparatos orbitando a su alrededor. A través de esta red circula buena parte de lo que nos ha convertido en una civilización del siglo XXI: intercambio global de datos, telecomunicaciones, prestación de servicios científicos y militares, transacciones bursátiles y bancarias, internet…
Sin embargo, la espectacularidad de esta carrera espacial ha eclipsado la más cruda realidad y es que, en contra de lo que pudiéramos pensar, la mayoría de la información que fluye por la Tierra no discurre a cientos de kilómetros de altura, sino en el fondo del mar. Son los cables submarinos los encargados de transportar el 95% de los datos internacionales. Unos 400 cables operativos transoceánicos y submarinos, desplegados a lo largo de 1,3 millones de kilómetros, conforman el verdadero sistema nervioso del planeta. Y como tal, quien controle ese sistema nervioso, estará en las mejores condiciones para hacerse con el trono del mundo.
Basta un pequeño ejemplo para ilustrar la trascendencia de lo que estamos comentando. En 2008 se produjo el corte involuntario de tres cables que conectaban Egipto e Italia. Automáticamente, el 80% de la conectividad entre Europa y Oriente se rompió. Los efectos en cascada se sucedieron de inmediato y afectaron a aspectos civiles de la vida cotidiana, pero también a las campañas militares en marcha. Pakistán perdió el 70% de su conectividad a Internet. India occidental en torno al 50%. Los 200.000 soldados desplazados por EE.UU. y Gran Bretaña hasta Irak vieron mermadas en un 95% sus comunicaciones estratégicas sostenidas mediante redes de cable comercial.
Semejante pérdida disminuyó también el tráfico de drones utilizados por las fuerzas aéreas