Cuenta la leyenda que los entresijos políticos de nuestro país se dirimen en el palco del Bernabéu, pero los tratos se cierran durante largas sobremesas en los reservados de los restaurantes. Nunca antes del postre, sería de mala educación. Muchos políticos chocan espaldas en las tabernas castizas de los alrededores del Congreso de los Diputados, pero luego cada partido tiene su propia cámara de los secretos. Aquella donde el camarero no escucha, o no quiere escuchar. Decía el estadista francés Charles Maurice de Talleyrand, anfitrión de lo más fastuoso, que las negociaciones requerían buenos cocineros más que buenos diplomáticos. Hay tanta información en los modales de mesa como en el borrador de un decreto ley.
Comer siempre es más que comer. Porque la gastronomía constituye una disciplina inmensa. A medio camino entre la ciencia y el arte, generalmente se suele vincular al ocio, pero no podemos olvidar sus amplias connotaciones sociales. Influye en la economía, en el medio ambiente y, por descontado, también en la política. Como el resto de comportamientos cotidianos –la ropa que vestimos, el transporte que elegimos–, comunica un estilo de vida y evidencia una parte de nuestra ideología. ¿Acaso alguien ecologista no tiene más probabilidades de votar a la izquierda? ¿Y un aficionado a los toros