Durante las elecciones presidenciales del 2000, un periodista quiso dejar al texano fuera de juego y le preguntó cuál era su filósofo preferido. George Bush Jr. no dudó un momento y respondió que Jesús. Esa contestación tuvo mayor influencia en los electores que cualquier debate con su contendiente Al Gore, quien para no perder comba confesó que cuando tenía que tomar una decisión importante se preguntaba cómo actuaría Jesús. Sus palabras sonaron a «falsete», no tenían la convicción absoluta que transmitía Bush en sus confesiones de fe.
En el año 1993, poco antes de iniciar la campaña electoral que le habría de llevar a gobernar el estado de Texas, Bush declaró ante un periodista que «solo los que creen en Jesús irán al cielo». En la prensa más liberal la frase causó indignación, pero por el contrario, el principal asesor de Bush, Karl Rove – futuro jefe de personal de la Casa Blanca–, estaba más que satisfecho: la torpe frase de su candidato constituía la mejor manera de llegar al corazón del electorado ultracristiano. Telepredicadores y pastores evangélicos varios se convirtieron en portavoces improvisados y recolectores de votos para su candidatura. Es más, poco después de que el texano se declarara presidente en las polémicas elecciones de 2000, Rove afirmó que el margen de la victoria había sido tan ajustada porque, según sus informaciones, cuatro millones de cristianos fundamentalistas no habían acudido a las urnas.
«DIOS QUIERE QUE ME PRESENTE»
Sobre sus férreas convicciones religiosas ya había discutido algunos días antes con su madre Barbara. «No puedes ser tan rígido», le recomendó mamá Bush. «Solo los que creen en Cristo se salvarán, lo dice el Nuevo Testamento», argumentó el que años después iba a convertirse en el hombre más poderoso del mundo. Finalmente decidieron despejar la duda telefoneando a Billy Graham, telepredicador y tutor espiritual de Bush, quien les recomendó que no jugaran a ser Dios. Cuando un reportero de televisión le preguntó por el incidente anteriormente narrado, Bush lo reconoció y añadió una «perla» más a su colección de declaraciones: «Los gobernadores no deciden quienes van al cielo. Dios es quien lo decide, y absténganse los políticos