Desde 1853, una estatua del príncipe Volodymyr el Grande observa la ciudad de Kiev desde la orilla del río Dniéper. Ha visto pasar al menos ocho guerras e incontables revoluciones, pero eso no es mucho tratándose de Ucrania. Sin contar el pedestal, mide un poco más de cuatro metros, lo que quiere decir que es cuatro veces más pequeña que la estatua del mismo príncipe que hay en Moscú. Está justo al lado del Kremlin, y la inauguró hace solo cinco años su tocayo el presidente Putin. Porque Volodymyr, en ruso, es Vladímir. A Volodymyr, o Vladímir, le debe de dar igual esta competición de monumentos, porque lleva más de mil años muerto. Sin embargo, la pelea de estatuas nos dice algo importante sobre la relación entre Rusia y Ucrania: tienen mucha historia en común, pero a veces la entienden de modos radicalmente diferentes. A ese príncipe medieval se le recuerda por haber llevado el cristianismo ortodoxo a la Rus de Kiev, una federación de territorios de la que tanto Rusia como Ucrania se consideran herederas y que ya existía en el siglo ix, cuando Kiev era una ciudad importante, y Moscú, una aldea en mitad de ninguna parte.
Desde entonces, los dos países no han parado de sumar malentendidos históricos a su lista. Se pelean por el legado de los cosacos, por el significado exacto del tratado de 1654 que indicaba que los zares “protegerían” a Ucrania o por cuán grande era la emperatriz Catalina la Grande. Y si aún no han acabado de