EL TAPIZ DE LA VIDA
odas las mujeres de mi familia han sido modistas. Mi madre, mi abuela, mi tía. Me crié entre patrones de papel vegetal, el traqueteo monótono de esa máquina de coser, la Singer negra. Dedales, tizas de costura y el metro de color amarillo y ellas la cosían. Aprendí pronto que ser modista no era copiar sino más bien imaginar, como cuando solo intuyes la figura a través de una sombra. Las mujeres de mi familia fueron a colegios de monjas y ya fuera en la posguerra o atravesando el franquismo, como fue el caso de mi madre, coser fue para ellas una manera de poder diferenciarse, de salir adelante en caso de que hubiera penurias. De niña, me repitieron una misma frase hasta la saciedad: que una tenía que aprender por sí misma a hacer de todo–peinarse, vestirse, coser, instalar apliques y poner bombillas, pintar…–por si, el día de mañana, la fortuna no sonreía.de el De manera que crecí con una imagen de la feminidad que tenía que ver con arreglárselas con los patrones, los hilos, con saber hacer de todo por si acaso, con lograr arrancar de la sombra el dibujo completo.
Estás leyendo una previsualización, suscríbete para leer más.
Comienza tus 30 días gratuitos