MÍSTICOS AL SERVICIO DE LA CIA
Era el año 1953 y el Pentágono tenía un problema. El coronel Frank Schwable, piloto del Cuerpo de Marines de EE UU, que había sido derribado sobre Corea del Norte, apareció en la radio china y confesó que le habían ordenado desplegar armas biológicas. Ese suceso puso al Pentágono en una situación muy comprometida. Si admitía el relato de Schwable, sería manifiesto que habría violado la Convención de Ginebra, mientras que si no le daba crédito, perjudicaría a un oficial condecorado y prisionero de guerra. Entonces, el secretario de Defensa exigió, como explica Annie Jacobsen en su libro The Pentagon’s Brain (El cerebro del Pentágono), «una campaña total para difamar a los coreanos, (atribuyéndoles) un nuevo tipo de crimen de guerra y una nueva clase de refinamiento en sus atroces técnicas: el asesinato mental o menticidio».
Si Schwable hubiera sido víctima del asesinato mental comunista, su testimonio podría ser invalidado y su patriotismo confirmado. Una solución «pulcra» a un gran problema. La mayoría de los cargos del Pentágono estuvieron de acuerdo en que menticidio no era un término muy logrado. Pero la CIA había estado poniendo a prueba, discretamente, una denominación más convincente en los artículos de opinión de The New York Times: brainwashing (lavado de cerebro). Esta tuvo éxito. Lavado de cerebro evocaba uno de los temores más grandes en la época de la Guerra Fría: la idea de que la propia individualidad, el libre albedrío personal, podía ser secuestrado por un estado totalitario.
A LA CAZA DE NEUROCIENTÍFICOS
La CIA sembró el espectro del lavado de cerebro con tanto éxito en la mente del público estadounidense y dentro de su propia cultura operativa, que llegó a considerarse una de las principales amenazas de la Guerra Fría. Entonces, a pesar de que la misma CIA había concebido ese «hombre del
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