El genio de Aretha
CON UNA BLUSA BLANCA impecable y un peinado alto y curvado, Aretha Franklin parecía pensativa pero segura de sí misma cuando entró a los legendarios estudios de grabación FAME, en Muscle Shoals, Alabama, en enero de 1967.
Franklin, con apenas 24 años, procedió a tomar el control con un aplomo excepcional. Todavía no se había convertido en un ícono musical y cultural. Todavía no se había convertido en Aretha Franklin, la Reina del Soul.
Ese día era una desconocida y un misterio. Los músicos del estudio no sabían qué pensar. La tensión creativa era tan pesada como el humo de los cigarrillos. Hoy es difícil imaginarlo, pero Franklin estaba desesperada por conseguir un éxito.
Había pasado los seis años previos grabando un tipo de jazz moderado en Columbia Records sin gran aceptación. Ahora, en Atlantic Records, el productor Jerry Wexler quería hacer emerger la “iglesia” de Franklin. Los músicos de los estudios FAME habían creado un sonido de rhythm and blues (R&B) sureño que había producido una serie de éxitos como “Land of 1 000 Dances” de Wilson Pickett y el clásico “When a Man Loves a Woman” de Percy Sledge.
Rodeada por un grupo de músicos que no estaban seguros de qué tipo de género tocarían con ella –Wexler los describía como una “sección rítmica de chicos blancos de Alabama que dieron vuelta a la izquierda en el blues”–, a Franklin no le interesaba hacer plática. Ella los llamaba señor fulano de tal; ellos la llamaban señorita Franklin.
Entonces, la hija del predicador criada en Detroit, Míchigan, se sentó al piano. Más tarde, los musicólogos explicarían que, aunque Franklin no leía música ni tenía instrucción formal, el piano era el lugar donde convocaba a su genio. La potencia de su voz era extraordinaria por sí misma, una fuerza aterciopelada que parecía reflejar una sabiduría ancestral. Combinada con su manera de tocar el piano, era gloriosa.
Sin cantar una palabra, tocó un acorde en el piano. Luego enderezó la espalda, miró la habitación y se retocó el labial escarchado con la boca. Todos los hombres de la sala pusieron atención.
Cuando empezó a cantar, tocó una nota tipo “el infierno no conoce la furia de una mujer despreciada” que amenazaba con desprender las láminas de aislamiento acústico.
Su voz estalló con una emoción pura. Los productores describieron lo que brotó de Franklin aquel día en Muscle Shoals como algo fuera de este mundo.
Golpeó el piano como si las teclas marcaran una delgada línea entre el amor y el odio. Luego tocó una nota baja y surgió la iglesia.
Esa grabación de “I Never Loved a Man (The
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