Grabado en los genes
A finales del siglo XX, el campo de la evolución humana, que hasta entonces se basaba de forma mayoritaria en el estudio de los fósiles y de las herramientas de piedra, estaba sumido en controversias que parecían sin solución. Algunos paleontólogos, llamados multirregionalistas, defendían que las poblaciones humanas de cada continente descendían de antepasados arcaicos locales –en el caso de los europeos, de los neandertales–, mientras que otros postulaban un origen reciente de la humanidad, a partir de un grupo que había salido de África hacía menos de 100,000 años.
El campo de la evolución humana siempre ha sido polémico, en parte porque es difícil abstraerse del propio objeto de estudio –al cual se pertenece, al fin y al cabo–, y en parte porque interpretar relaciones de ancestralidad a partir de los rasgos del esqueleto resulta complicado. A veces ni siquiera es fácil estar seguro de si un determinado fósil ha pertenecido a un individuo masculino o femenino.
Ahora, al cabo de 20 años, nuestros conocimientos sobre este asunto han avanzado de manera por demás extraordinaria, y las cuestiones científicas que se plantean ya no se centran en entender el gran marco evolutivo, sino los detalles.
Pero como suele ocurrir en ciencia, cada respuesta abre nuevas interrogantes. Aunque es mucho lo que se ha progresado, lo desconocido parece ser infinito. Lo que ha tenido lugar para explicar esta revolución es el auge de la genómica; en concreto, de una disciplina derivada de esta, la paleogenómica, que sienta sus bases en las nuevas tecnologías de secuenciación masiva del material genético, el ADN. En esencia, aquella consiste en la recuperación y análisis de genomas de restos antiguos.
Como veremos a continuación, esta aproximación puede proporcionarnos información muy valiosa sobre la historia evolutiva del linaje humano, sus
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