El hombre que no dejaba de investigar
El hombre que no dejaba de hacerse preguntas: así podría describirse a Leonardo da Vinci, el renacentista que detrás de cada acto de su vida cotidiana, desde tañer las campanas en la torre de una iglesia hasta cruzarse con un pájaro en sus paseos por el campo, buscaba una explicación física, matemática, química o de cualquier otra razón científica. Aunque no todas sus conclusiones fueron certeras, hay tres cosas que indiscutiblemente hay que reconocerle a Da Vinci: su curiosidad intelectual, su enorme capacidad de observación y su habilidad para conectar datos y experiencias y extraer conclusiones que explicaban el mundo que sus ojos veían, un rasgo que identifica a las personas creativas.
Fue el genovés Leon Battista Alberti, arquitecto y escritor renacentista, quien puso a Leonardo sobre el entendido de que conocer la anatomía era fundamental para pintar o esculpir relieves de la piel. Sin embargo, y aunque en un principio Da Vinci empezó a explorar el cuerpo humano con el único fin de perfeccionar sus ilustraciones, aquello enseguida fue poco. Una vez que empezó a entender de qué estamos hechos los seres humanos, Leonardo se dio cuenta de que quería saberlo todo sobre lo que había más allá de la superficie corporal: las estructuras profundas, los nervios, los vasos sanguíneos, los órganos y sus mecanismos. Y saciar su sed de conocimiento hizo que, al cabo de unos años, le apasionara más el funcionamiento del corazón que las fibras musculares del brazo de sus atléticos modelos. Incluso en alguna ocasión llegó a lamentar en voz alta no haber dedicado su vida entera a la medicina.
Leonardo situaba a las matemáticas en la base de la pirámide de la ciencia: sin demostración matemática, una investigación no podía llamarse científica.
Los cortes anatómicos y
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