DE LOS ASTROS AL BOLSILLO
En la prehistoria no había necesidad de medir el paso del tiempo de una manera especialmente minuciosa. A los cazadores-recolectores les bastaba con estar preparados de cara a ciclos que, según observaron, se repetían en términos que hoy llamaríamos anuales. Habían comprobado que cada equis tiempo aparecían señales celestes y climáticas que anunciaban hitos importantes para su subsistencia. Por ejemplo, la llegada del frío y las nevadas, la fructificación de las plantas silvestres o las temporadas de apareamiento y cría de los animales salvajes.
De ahí que, hace unos treinta milenios, a los creadores de los primeros calendarios les bastara con indicar apenas los cambios lunares y estacionales, según el gemólogo y especialista en horología histórica Eric Bruton. Marcaban estos fenómenos con los elementos a mano, fuesen piedras, palos, huesos o conchas marinas. Hasta que, en torno al año 10.000 a. C., una transformación profunda hizo dar un paso de auténtico gigante a este rudimentario cómputo cronológico.
Hablamos de la revolución agropecuaria, que llevó a mudar por completo el estilo de vida. Ya no hacía falta desplazarse en busca de bayas o presas. Un mismo territorio, bien trabajado y pastoreado, podía producir alimento una y otra vez.
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