NICOLAS GHESQUIÈRE
DESDE LA SEDE de Louis Vuitton, que se encuentra en un edificio con cornisas del siglo xviii, a unos 150 metros de la orilla derecha del Sena, se tiene una vista directa de Notre Dame. En febrero, Nicolas Ghesquière, el director artístico de las colecciones femeninas de esta casa de moda parisina, me animó a asomarme a la ventana de su oficina, desde donde se podía contemplar la torre de la catedral y sus campanarios, que resplandecían recortados contra un pálido cielo invernal. Hizo un gesto de negación casi imperceptible con la cabeza y se encogió ligeramente de hombros, como si quisiera admitir, sin palabras, su buena suerte, y también reconocer, de forma igualmente silenciosa, que cuando podemos acercarnos a una evidencia física de la humanidad y a una belleza tan obscena, sería una atrocidad darles la espalda. Dos meses más tarde, Notre Dame estallaría en llamas. Ghesquière y su equipo, que por lo general trabajan hasta bien entrada la noche, se habían ido ya a casa cuando el incendio comenzó a eso de las seis y media de la tarde del pasado 15 de abril. “Nadie se quedó –recuerda–.
Fue algo extraño. Estábamos en plan de ‘Venga, on y va, hoy hemos acabado pronto. No hay nada que hacer, ya podemos irnos’”. En sus propias palabras, eso es algo que “no pasa nunca”. Para cuando Ghesquière llegó a Le Bristol, el hotel donde estaba viviendo durante la reforma de su piso de Le Marais, se podía ver el humo desde el balcón de su suite de la planta superior. A las pocas horas, Bernard Arnault, presidente y CEO de LVMH –y uno de los superiores de Ghesquière– había prometido 200 millones de euros para la restauración.
Durante las semanas siguientes, la cuestión de cómo debía restaurarse esta catedral de 856 años de antigüedad se convirtió en una preocupación nacional, un debate sobre cómo debían efectuarse las obras en el que participaron políticos, activistas, historiadores de arte, planificadores urbanos y filántropos. Hubo quien dijo que debía construirse una reproducción de Notre Dame exactamente igual a la existente antes del incendio; otros, aludiendo al hecho de que el edificio era en realidad una amalgama de las obras de muchos, argumentaron que debía crearse algo contemporáneo a partir de las ruinas; un pequeño grupo sostuvo que la madera quemada debía mantenerse exactamente así: una especie de arquitectónico. “Es un debate muy interesante –explicaba Ghesquière a finales de mayo–. Es típico de nuestra época, este debate entre quienes dicen que deberíamos reproducirla tal y como era y los que en lugar de eso desean una evolución”. Sonrió un poco avergonzado mientras fantaseaba sobre algo “super, supermoderno”. “Por supuesto, una de las cosas que querría para París sería que hubiera más arquitectura moderna –dijo–. Me gustaría pedirle al arquitecto más loco que se hiciera cargo de la reforma”. Se podría argumentar que, en realidad, Ghesquière puede opinar sobre este tema, y que sus comentarios son algo más que las reflexiones ociosas y espontáneas de un hombre famoso por sus diseños de moda futurista. Ghesquière, que prefiere “empezar una colección con un anacronismo” llegó a esta empresa de artículos de viaje de lujo, de 165 años de antigüedad, en 2013, después de quince años al frente de Balenciaga, otra casa
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