UN VIAJE ENTRE LAS NUBES
La espera había terminado. Eran cerca de las 6:40 de la mañana cuando llegamos a la estación privada del Rocky Mountaineer, en Vancouver, Canadá. Aunque la diferencia de horario respecto a Ciudad de México era de tan solo dos horas, el vuelo turbulento del día anterior, mi recorrido exprés por el corazón de Columbia Británica y una noche jugando a los cazafantasmas en el Fairmont Hotel Vancouver (el cual presume alojar el espectro de una dama con vestido rojo) no eran precisamente factores ideales para sentirme llena de energía. Sin embargo, estaba a punto de comenzar el viaje más relajante de mi vida.
El cansancio se disipó ante una taza de café y la expectativa de un recorrido que nuestra guía nos describía con gusto. Decenas de turistas, en su mayoría sexagenarios, comenzaron a llegar; parecían estar preparados para la experiencia y yo, una trotamundos amateur, solo imaginaba los posibles escenarios con los que me encontraría en los próximos 900 kilómetros a bordo del tren contemplativo más popular de Canadá.
Dentro de la pequeña estación, un pianista interpretaba de canciones populares mientras un tren color azul marino, dorado y crema esperaba a los nuevos invitados en el exterior. De la nada, el sonido estridente de una gaita congregó a la multitud: era la primera llamada antes de partir. A esta intervención le siguió la presentación y bienvenida del personal del y, tras una breve explicación sobre la ruta, un clásico silbato
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