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África: Astronautas, chimpancés y la niña que nació en el espacio
África: Astronautas, chimpancés y la niña que nació en el espacio
África: Astronautas, chimpancés y la niña que nació en el espacio
Libro electrónico176 páginas2 horas

África: Astronautas, chimpancés y la niña que nació en el espacio

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África es una niña de nueve años que nació en la ingravidez de una estación espacial. Su madre fue la primera astronauta dispuesta a traer al mundo a un niño fuera de la tierra. Un chimpancé nació el mismo día que África. Dos años después fue adoptado por la familia de la niña cuando se quedó huérfano.  África y el chimpancé son inseparables. La madre de África y sus antiguos compañeros de viajes espaciales trabajan en un centro de entrenamiento para astronautas. Allí vive una comunidad de chimpancés que son utilizados en misiones espaciales de alto riesgo. También participan en investigaciones médicas. El chimpancé que vive con la niña y su familia se ve envuelto en una situación muy peligrosa que obliga a los padres de África y a sus amigos astronautas a tomar una decisión muy difícil.

IdiomaEspañol
EditorialJosé Avelino García Prieto
Fecha de lanzamiento9 dic 2025
ISBN9798232445027
África: Astronautas, chimpancés y la niña que nació en el espacio

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    África - José Avelino García Prieto

    1. Nací en una estación espacial

    Cuando sea mayor quiero ser astronauta. Puede parecer raro que una niña de nueve años tenga tan clara su vocación; pero no te parecerá tan raro si te digo que soy la única persona del planeta tierra que ha nacido en el espacio exterior. Te lo diré de otra manera: soy la única persona en la tierra que no ha nacido en la tierra. ¿Que no lo crees? Ya estoy acostumbrada a que nadie lo crea al principio. Yo tampoco lo creería si alguien me dijera:

    —Yo he nacido en una estación espacial que daba vueltas alrededor de la tierra.

    —Sí, y yo nací en un botijo que daba vueltas alrededor de la cabeza de mi madre —le respondería bastante mosqueada porque quisieran tomarme el pelo.

    —Pero es que mi madre era astronauta —le diría al incrédulo—. La primera astronauta que estuvo dispuesta a traer un niño al mundo fuera de la tierra.

    Y es que es la verdad. Mi madre, la famosa Valentina Orbitova, participó en un arriesgado experimento que se proponía responder a la siguiente pregunta: ¿Será posible para los seres humanos reproducirse fuera de la tierra?

    Le tuvieron que hacer un traje espacial muy especial: su enorme barriga ya no cabía en cualquier sitio. Y un día, a finales de mayo, la lanzaron al espacio junto con sus tres compañeros.

    El jefe de la tripulación se llamaba, y se llama, Igor Timonesky. Era el encargado de conducir la estación espacial. Como podrás imaginar una estación espacial no se conduce como un autobús, o como un barco, ni mucho menos como una bicicleta. Apenas hay que hacer nada. Todo funciona automáticamente. Pero, en el momento adecuado, es necesario que alguien apriete un botón aquí, o suba una palanca allá, o tome una decisión difícil. Sobre todo es especialmente delicado el momento en el que se llega a bordo de una cápsula espacial y hay que acoplarla a la estación: conviene hacerlo con suavidad. Un choque, cuando se está dando vueltas alrededor de la tierra, no es lo más recomendable para la salud. El encargado de hacer todas estas cosas y muchas más era mi querido y admirado Igor Timonesky, que es como un abuelo para mí. Igor, el de la sonrisa irresistible.

    También acompañaba a mi madre el mejor ingeniero del mundo: Sergei  Martillof. No te imaginas la cantidad de cosas que se pueden estropear en una estación espacial. Si algún día vienes a un cumpleaños mío tendrás ocasión de conocer a Sergei (y a todos los demás) y él mismo te contará con detalle (mejor será que busques un sitio cómodo para sentarte) todo lo que tuvo que arreglar durante aquella inolvidable misión: la máquina de afeitar de Igor; la pluma estilográfica de mi madre (le gusta escribir su diario con esa vieja pluma que le regaló su padre); la puerta de uno de los armarios que chirriaba al abrirse y cerrarse y ponía nervioso a todo el mundo... Bueno, a todo el mundo no, porque a Ana Partulova no hay nada capaz de ponerla nerviosa. Ana Partulova, mi adorada Aniuska: la mejor de las comadronas. La que tenía una de las responsabilidades más grandes durante aquel arriesgado experimento: ayudar a mi madre durante el parto; y luego cuidarla a ella y a mí en unas condiciones tan difíciles. Aniuska Partulova, además de ser la mejor comadrona y tener unos nervios de acero, no se marea nunca, lo cual es una característica de mucha importancia, porque dar vueltas a la tierra, además de otros inconvenientes, marea muchísimo y produce náuseas y ataques de vómitos. Según cuentan, es como cuando caes desde lo más alto de una montaña rusa y parece que el estómago se te va a salir por la boca; pero constantemente cayendo, sin parar. Hasta que te acostumbras y ya ni lo notas. Como cuando oyes un ruido que te molesta bastante. Después de un tiempo, de tanto oírlo, dejas de oírlo porque ya no le prestas atención. O como cuando tus padres te repiten todos los días lo mismo y ya ni te enteras: Pon la servilleta en su sitio, o no te levantes de la mesa mientras comes, o recoge tu cuarto.

    Otro de los inconvenientes de vivir en una estación espacial es la falta de espacio dentro de las naves, porque fuera hay muchísimo espacio, demasiado, diría yo. Las estaciones las tienen que hacer muy pequeñas para que resulte más fácil lanzarlas fuera de la tierra. La estación en la que yo nací no era una excepción. Igor Timonesky, Sergei Martillof, Ana Partulova y mi madre apenas podían mover un dedo sin tropezarse unos con otros, lo cual acaba resultando muy molesto.

    —El único lugar donde podía estar un rato tranquila era en el invernadero —dice mi madre cuando habla de aquellos tiempos.

    El invernadero era una habitación con forma de tubo en donde mi madre cuidaba a sus queridas plantas. Y es que mi madre, además de astronauta, es botánica espacial. Estaban a su cargo los experimentos relacionados con el cultivo y crecimiento de plantas en el espacio

    —No puedes imaginarte —continúa mi madre— lo a gusto que me sentía allí, flotando como una pompa de jabón y rodeada de mis plantas. Ellas eran un vínculo muy fuerte con la tierra. Era una sensación maravillosa. A esas alturas del embarazo, si hubiese estado en la tierra, ya casi no me podría mover de lo gorda que estaba. En cambio, en la estación, flotaba como una pluma.

    Al llegar a este punto de la historia, mi madre siempre se queda callada un buen rato, con una sonrisa de placer en la cara y mueve suavemente el cuerpo de un lado a otro: está flotando con la imaginación. Yo aprovecho para ver de nuevo las fotos que le hizo Aniuska. ¡Qué feliz se la ve! En una de ellas se nota que se está acariciando la barriga con las dos manos. ¡Cuánto cariño me estaba transmitiendo! Tendrías que ver las fotos: son muy divertidas. Mi madre parece uno de esos globos que venden en las fiestas. Un globo con forma de ballena.

    —Sólo le faltaba atarle un hilo del dedo gordo de un pie para parecer un verdadero globo —dice riendo y mostrando sus fuertes y hermosos dientes Ana Partulova, cuando rememora aquella época con nosotras, lo cual hacemos con frecuencia y con gusto.

    —Tú flotabas dentro de mí —me dice mi madre mirándome con sus ojos de miel de una manera que me gusta muchísimo—, y yo flotaba dentro de la estación, y la estación flotaba en el inmenso espacio, y la tierra también flotaba —dice mi madre mientras Aniuska asiente con la cabeza moviendo la rosca que se hace con su enorme trenza rubia.

    Era dentro del invernadero donde estaba previsto que yo naciera. Y así fue. Cuando mi madre comenzó a notar que había llegada la hora, se acercó a Ana Partulova, que en ese momento estaba mirando distraída hacia la tierra por una ventanilla, y poniéndole una mano en el hombro le sonrió y le hizo un gesto con la cabeza. Se había soltado su pelo ondulado y negro que flotaba como las algas en el mar.

    — ¿Ya? —preguntó Aniuska con un respingo.

    Como era irremediable que estuviera por allí cerca, Igor Timonesky oyó el ¿Ya? de Aniuska y también dijo: ¿Ya?. Inmediatamente, como si fuese un eco, Sergei Martillof, que estaba arreglando su máquina de jugar al ajedrez, también dijo: ¿Ya?. Mi madre, mirando a uno tras otro, dijo con una sonrisa en sus abultados y mullidos labios: Ya.

    Igor comenzó a ponerse pálido y, según cuenta Aniuska y lo niega Igor medio ofendido, no se cayó al suelo desmayado de milagro. Mi madre tuvo que ayudarle a superar la impresión.

    —No te preocupes —le decía mi madre con voz dulce—. Todo va a salir bien. Dentro de poco tendrás a un miembro más en la tripulación.

    —Claro Valentina, claro. Todo va a salir bien —decía Igor balbuceando como un niño pequeño. Y puedo asegurarte que es el  hombre con los nervios más templados que te puedas imaginar. Esa fue una de las muchas razones por las que lo eligieron para estar al frente de esa misión. Pero en cuanto se trata de partos, a la mayoría de los hombres se les aflojan las rodillas, al menos eso es lo que dice Aniuska.

    Después de tranquilizar a Igor Timonesky, mi madre le preguntó a Sergei Martillof si todo estaba bien. Sergei respondió con un lento movimiento de cabeza hacia arriba y hacia abajo, con sus ojos negros muy abiertos. Estaba claro que no todo estaba bien para él. Así que mi madre también tuvo que tranquilizarlo durante un rato; a Sergei Martillof, el astronauta que es capaz de realizar una actividad extravehicular (salir al exterior de la estación) a arreglar una complicada avería sujeto únicamente por un cable que siempre parece demasiado delgado, mientras silba una de sus canciones preferidas.

    Mi madre, antes de entrar en el invernadero, recogió lo que en breve sería mi primera ropa; dio un beso a sus impresionados compañeros; y después de echar una  última ojeada a la tierra dijo:

    —Justo en este momento estamos pasando por encima de África. Así se llamará mi hija: África.

    Cerraron la escotilla del invernadero y mi madre comenzó los trabajos del parto.

    —Después de tres vueltas más a la tierra y justo cuando volvíamos a pasar por encima del continente africano, a las tres de la madrugada hora terrestre, naciste tú: África Leonídevich Orbitova —me ha dicho mi madre muchas veces llena de orgullo.

    —La muy tonta de mí —me dice Aniuska— no podía dejar de llorar. Mis lágrimas flotaban como flotabas tú unida a tu madre por el cordón umbilical. Viéndoos a las dos —nos dice a mi madre y a mí— me recordasteis a Sergei en una de sus salidas fuera de la estación.

    A pesar de que Sergei es un hombre guapo, yo no sé cómo tomarme eso de que una recién nacida le recuerde a un astronauta que casi mide dos metros y pesa más de cien kilos y que tiene una cabeza del tamaño de un televisor de los grandes y una barba en donde se podría perder una bandada de pájaros. Cuando se lo digo a Aniuska ella responde riéndose:

    —No seas susceptible. No me recordaste a Sergei por tu aspecto. Eras una recién nacida increíblemente guapa. Sino porque parecías un astronauta unido a la nave, es decir, unida a tu madre por el cordón umbilical.

    Siempre que me cuentan el momento del parto me da muchísima pena no acordarme de nada. Daría algo por poder flotar ahora en mi habitación durante un rato.

    —Lo primero que hiciste nada más nacer —dice mi madre— fue soltar al aire una enorme cagada que quedó flotando como todo lo demás. Aniuska sólo sabía decir tapándose la boca con las manos: ¡Qué maravilla; qué maravilla! Luego te cogí y comenzaste a buscar mi pecho. Me sentía tan feliz que hubiera seguido flotando contigo en brazos durante un millón de órbitas.

    —Pero entonces —intervengo yo que me sé la historia de memoria— Ana Partulova dio un respingo y exclamó:

    —¡Pobres hombres, nos hemos olvidado de ellos!

    Y se acercó al interfono y dijo:

    — ¿Igor, Sergei?

    Y se oyó un inmediato ¿Si? tan cargado de angustia y de miedo, tan débil, que

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