El enemigo conoce el sistema: Manipulación de ideas, personas e influencias después de la economía de la atención
Por Marta Peirano
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«Una de las raras periodistas que realmente se han especializado
en la intersección de la tecnología y el poder.»
EDWARD SNOWDEN
La red no es libre, ni abierta ni democrática. Es un conjunto de servidores, conmutadores, satélites, antenas, routers y cables de fibra óptica controlados por un número cada vez más pequeño de empresas. Es un lenguaje y una burocracia de protocolos que hacen que las máquinas hablen, normas de circulación que conducen el tráfico, microdecisiones que definen su eficiencia. Si la consideramos un único proyecto llamado internet, podemos decir que es la infraestructura más grande jamás construida, y el sistema que define todos los aspectos de nuestra sociedad. Y sin embargo es secreta. Su tecnología está oculta, enterrada, sumergida o camuflada; sus algoritmos son opacos; sus microdecisiones son irrastreables. Los centros de datos que almacenan y procesan la información están ocultos y protegidos por armas, criptografía, propiedad intelectual y alambre de espino. La infraestructura crítica de nuestro tiempo está fuera de nuestra vista. No podemos comprender la lógica, la intención y el objetivo de lo que no vemos. Todas las conversaciones que tenemos sobre esa infraestructura son en realidad conversaciones sobre su interfaz, un conjunto de metáforas que se interpone entre nosotros y el sistema. Un lenguaje diseñado, no para facilitar nuestra comprensión de esa infraestructura, sino para ofuscarla. El enemigo conoce el sistema pero nosotros no.
Este libro te ayudará a conocerlo, y a comprender por qué la herramienta más democratizadora de la historia se ha convertido en una máquina de vigilancia y manipulación de masas al servicio de regímenes autoritarios. Solo así podremos convertirla en lo que más falta nos hace: una herramienta para gestionar la crisis que se avecina de la manera más humana posible. No tenemos un segundo que perder.
La crítica ha dicho...
«Marta Peirano es una de las voces más respetadas en nuestro país sobre privacidad y seguridad en internet.»
Manuel Ángel Méndez, El Confidencial
«Este nuevo ensayo de Marta Peirano dibuja el retrato de una derrota cuya épica reside en el mérito de contar lo que ha pasado y cómo hemos llegado hasta aquí para que el bando perdedor -al que usted pertenece, a no ser que sea un ejecutivo de Facebook o Google- adquiera conciencia sobre como "el enemigo" ejerce un control y una influencia que va desde lo más pequeño -qué haces y cómo utilizas tu móvil- hasta lo más grande.»
Daniel J. Ollero, El Mundo
«En el libro de Peirano hay frases que son como pintadas subversivas [...] También las hay con tanta sustancia que tienes que releerlas para asimilar toda su pólvora.»
Sergi Pàmies, La Vanguardia
«Un volumen de ágil lectura y profundamente documentado.»
Pablo Romero, Público
Marta Peirano
Marta Peirano es periodista. Fundó las secciones de Cultura de ADN y eldiario de españa, donde ha sido jefa de Cultura y Tecnología y adjunta al director. Ha sido codirectora de Copyfight y cofundadora de Hack Hackers Berlin y de Cryptoparty Berlin. Ha escrito libros sobre autómatas, sistemas de notación y un ensayo sobre vigilancia y criptografía llamado El pequeño libro rojo del activista en la red, con prólogo de Edward Snowden. Su charla TED, «Por qué me vigilan si no soy nadie», supera ya los dos millones de visitas. Se la puede ver en los debates de radio y televisión hablando de vigilancia, infraestructuras, soberanía tecnológica, propaganda computacional y cambio climático. Vive entre Madrid y Berlín.
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El enemigo conoce el sistema
Manipulación de ideas, personas e influencias
después de la economía de la atención
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Penguin Random HouseA mi padre, Jorge Peirano
Las herramientas del poder nunca servirán para desmantelar el poder.
AUDRE LORDE
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Adicción
Aquellos que sufren ansias de poder encuentran en la mecanización del hombre una manera sencilla de conseguir sus ambiciones.
NORBERT WIENER, The Human Use of Human
Beings: Cybernetics and Society, 1950
El precio de cualquier cosa es la cantidad de vida que ofreces a cambio.
HENRY DAVID THOREAU
Hay cuatro empresas en el mundo que producen los olores y sabores de todas las cosas que compramos: Givaudan, Firmenich, International Flavors & Fragrances (IFF) y Symrise. Se reparten una industria de más de veinticinco mil millones de dólares al año y su cartera de clientes incluye fabricantes de refrescos y sopas, suavizantes, tabaco, helados, desodorantes, tapicería de coches, cosméticos, medicamentos, pintura, artículos de oficina, desinfectantes, dildos, chucherías y juguetes. Su contribución al producto final suele oscilar entre un 1 y un 5 por ciento, pero es la parte que lo cambia todo. Los saborizantes y aromatizantes que aparecen mencionados genéricamente en las etiquetas de los recipientes son los responsables de transformar el producto en otro completamente distinto, cambiando el sabor, el olor y hasta su textura sin alterar uno solo de los ingredientes ni el proceso de elaboración. La más veterana y prestigiosa es Givaudan, su sede está en Suiza.
Como casi todas las industrias que dominan el mundo en el que vivimos, la imagen de la empresa es muy diferente al producto que ofrece. La industria del aroma viene envuelta en el aura de la perfumería antigua con la que empezó, hace poco más de un siglo. Todos los anuncios y la mayoría de los documentales sobre ella muestran recolectores de rosas en Grasse, de bergamota en Calabria y otras fuentes certificadas y sostenibles de las que obtienen vainilla, vetiver o ylang-ylang, antes de procesarlas de manera artesana y delicada en tornos de madera y bidones llenos de aceite. Sus «narices» son entrevistados de manera rutinaria en fascinantes artículos y documentales donde explican cómo analizar las moléculas odoríferas de una violeta salvaje con un espectrómetro de masas o que la sustancia más codiciada de la alta perfumería es el vómito de cachalote al que llaman «ambergris». Pero su negocio está en otro sitio. «Todo el mundo come, bebe, se ducha y limpia su casa. Esto es el 80 por ciento de nuestro negocio —explicaba en 2012 el jefe de inversiones de Givaudan, Peter Wullschleger, en una revista—. La única parte cíclica del negocio es la perfumería de lujo. Por eso las crisis no nos afectan demasiado.» La firma más grande de este mercado es International Flavors & Fragrances y está en Nueva York.
Sus fórmulas millonarias son capaces de invocar el aroma de un melocotón perfecto en una gominola hecha de nudillos de cerdo hervidos, o sacar la magdalena de Proust de un bizcocho hecho con azúcar refinado, aceite de palma y harina blanqueada en un polvoriento polígono industrial. Su objetivo no es el estómago sino el cerebro, para el que producen recreaciones volátiles de los sabores que más nos intoxican, que son los que huelen a nuestra infancia y, por lo tanto, al amor. Son distintos para cada cultura: el caldo de pollo en Asia, los canelones en Italia, el bife con chimichurri en Argentina o el guiso de carne, verdura y legumbres que preparaban las abuelas europeas sobre una cocina económica, mezclando sus deliciosos olores con el de la leña, y los recuerdos del lugar caliente y bullicioso donde se juntan las familias a comer, beber y compartir su vida. Y los plantan en los lugares más inesperados, con la ayuda de equipos que incluyen nóbeles de química, prestigiosos investigadores de sociología y jefes del Departamento de Neurobiología de instituciones como la Max Plank.
Si te sientes más seguro volando con British Airways, podría ser porque en sus aviones se dispersa un aroma diseñado para «estimular la recolección de buenos recuerdos durante el vuelo» y quitar la ansiedad del viaje. Es el mismo aroma que Singapore Airlines pone en sus toallitas calientes. Se llama Stefan Floridian Waters y cumple la misma función. Las cápsulas de Nespresso integran un aroma que se volatiliza durante el preparado para que sientas que estás «haciendo» café. Es el olor de las cafeterías que tuestan su propio grano. El olor de coche nuevo está pensado para que notes que conduces un coche más caro, hecho en otra época, con otros materiales. Lo encargó RollsRoyce Motor Cars cuando cambió elementos de su famosa tapicería de cuero y madera por otros de plástico y las ventas bajaron de golpe; el coche no olía igual. Irónicamente, hoy los coches que más huelen a lujo son los más baratos, y el café que más huele a café de barista es lo menos parecido a un café. Cada año, la Unión Europea prohíbe el uso de ciertas moléculas olfativas basándose en su potencial alergénico, pero no hay leyes que prohíban a una empresa lanzar al mercado un producto que recree imágenes de cosas que no tiene. Como la autenticidad.
Gran parte de los deliciosos aromas a café, pan recién hecho y bizcocho de chocolate que desprenden las cafeterías salen de un difusor. Lo usan porque aumenta las ventas un 300 por ciento. Un estudio de la Universidad de Washington descubrió que el olor cítrico aumenta las ventas un 20 por ciento. Nike se dio cuenta que perfumando sus tiendas con un aroma sintético diseñado ad hoc disparaba las suyas un 84 por ciento. Los difusores de Muji no solo venden difusores, aumentan las ventas de todo lo demás. Puedes oler una tienda de Lush a varias calles de distancia, un oasis de limpieza en mitad de la polución urbana. Hasta las galerías de arte (y sus galeristas) huelen a algo muy específico: Comme des Garçons 2.
Los ingenieros del aroma son magos que operan sobre la mente con material invisible y el efecto puede ser devastador. No trabajan solos. Sus creaciones nos llegan reforzadas por un envoltorio, un branding, una campaña de marketing y un contexto diseñados por otros laboratorios llenos de magos expertos en otra clase de química. Los que saben que se vende más merluza si la llamas «lenguado chileno»; que el chocolate es más dulce y cremoso si tiene los bordes redondos o que el mismo filete de carne parece más salado, grasiento, correoso y mal hecho si la etiqueta dice «granja intensiva» en lugar de «orgánico» o «criado en libertad».[1] Y que la música alta y rápida («Girls Just Wanna Have Fun» de Cindy Lauper) te hace comer y comprar más deprisa, pero que la música sutil y suave («Time After Time») te hace quedarte más tiempo en la tienda y comprar más cosas.
Su trabajo es engañar a nuestro cerebro a través de los sentidos, para que crea que nos estamos comiendo algo muy diferente a lo que en realidad nos hemos metido en la boca. Consiguen hacernos comer cosas que no nos alimentan, y sobre todo mucha más cantidad de la que nos conviene. No es un trabajo tan difícil: la oferta resulta irresistible. No lo podemos evitar. A lo largo de miles de años, el ser humano ha desarrollado herramientas para gestionar la escasez, no la abundancia. Lo natural, cuando hay exceso de comida, es comérsela, porque antes de que se inventaran las neveras no era comestible durante mucho tiempo y uno nunca sabía cuándo habría más. Nuestro mediador principal entre la comida y nosotros es precisamente el olfato, que tiene línea directa con la central. Cuando saboreamos un plato, se liberan moléculas volátiles que ascienden hasta el epitelio olfativo, una capa de células sensoriales ubicada en la base de la nariz, entre los ojos. Es la parte que duele cuando comes mucho wasabi. El resto de los sentidos son procesados por el tálamo, pero el del olfato le habla de manera profunda a nuestro cerebro. Conecta con el sistema límbico, una estructura que evolucionó a partir del tejido que procesaba información olfativa. Nuestra capacidad para percibir compuestos químicos volátiles fue la primera manifestación sensorial que apareció cuando éramos organismos unicelulares. La necesitamos para comprender nuestro entorno, reproducirnos y encontrar alimento. Lleva mucho tiempo diciéndonos lo que se puede comer y lo que no.
Hasta hace poco, el código estaba claro. El dulce suele indicar la presencia de hidratos de carbono, que son nuestra principal fuente de energía, y que el objeto de deseo está listo para ser engullido. A los niños les gusta lo dulce porque las plantas comestibles son dulces, mientras que rechazan lo ácido y lo amargo porque las frutas ácidas no están maduras y las carnes ácidas indican la presencia de bacterias, levaduras y moho (dicho de otra forma: están podridas). Las plantas y bayas amargas suelen ser venenosas. El olor sulfúrico de un huevo podrido nos resulta tan alarmante que se le añade al gas butano para que notemos si hay una fuga. Toda esta experiencia evolutiva ha hecho que nuestro cerebro premie el consumo de azúcar estimulando la vía mesolímbica de la dopamina, la misma ruta neuronal que se activa con el sexo y las drogas. La liberación de dopamina nos hace sentir tan bien que, cuando aparece, el córtex prefrontal le dice al cerebro: vamos a acordarnos de esto que hemos comido para comer más en cuanto podamos.
Pero ahora podemos hacerlo todo el tiempo y no sabemos parar. Cuando el cerebro libera demasiada dopamina, acaba suprimiendo su producción normal. La abstinencia nos produce ansiedad y nerviosismo, que intentamos mitigar consumiendo más cosas que nos hagan liberar dopamina. De hecho, cualquier persona en el primer mundo está rodeada de un sinfín de alimentos con azúcar, solo que no los identificamos: la mayor parte del azúcar que comemos está escondido en productos aparentemente salados como sopas, salsas, patés, hamburguesas, patatas fritas, vinagretas o pan. A partir de los sesenta, las grandes cuentas del negocio de la industria de los aromas habían dejado de ser Guerlain, Chanel o L’Oréal para convertirse en los gigantes de alimentos procesados: Procter & Gamble, Unilever, Nestlé, Danone, Coca-Cola y Mars. Si la base del negocio original habían sido las esencias de rosa, jazmín, bergamota y sándalo, después de la guerra pasaron a ser el azúcar, la grasa y la sal.
CUANDO HACES POP, YA NO HAY STOP
Hay muchos motivos para encontrar sal y azúcar en muchos productos alimenticios. Funcionan como conservantes y gasificantes naturales, reducen el punto de congelación. Pero su popularidad obedece a otra cosa: la mezcla de grasa, sal y azúcar potencia el sabor dulce. La industria los combina para encontrar el «bliss point» o cumbre de la felicidad. El concepto lo inventó Howard Moskowitz, un nombre que se convirtió en leyenda poniendo trozos a la salsa de tomate y sirope de cereza y vainilla al Dr. Pepper original. Moskovitz es psicofísico, la rama de la psicología que estudia la relación entre la magnitud de un estímulo físico y la intensidad con la que es percibido por el sujeto estimulado. Su trabajo era medir las sensaciones, encontrar fórmulas para alejar el gusto de la subjetividad. La cumbre de la felicidad es como el punto G de la industria alimentaria, una combinación exacta de azúcar, sal y grasa que activa la producción de dopamina en nuestro cerebro sin llegar a saturarnos. Es decir, que nos hace seguir comiendo de manera compulsiva porque no nos acaba de satisfacer del todo. En palabras de una de sus más descaradas encarnaciones: cuando haces pop, ya no hay stop.
La cumbre de la felicidad fue un salto de pantalla. Los productos «optimizados» para alcanzar ese punto hacen que el consumidor se sienta embriagado de dopamina pero nunca satisfecho, provocando que siga comiendo de forma frenética hasta que no queda nada. Irónicamente, la ausencia de valor nutritivo en esta clase de productos refuerza el proceso, dejándonos más hambrientos que antes de empezar a comer. Pero el producto es barato y siempre hay de oferta una nueva ración de patatas fritas, de hamburguesas, de cereales, de crackers con pipas de girasol o de nuggets de pollo, así que seguimos comiendo y comiendo y comiendo. Mientras nos increpamos en alto para no comer más. Es el círculo vicioso de la comida basura: no podemos dejar de comerla porque está diseñada para que nos pase exactamente eso. Pero pensamos que es una debilidad moral nuestra, una vergonzosa y humillante falta de voluntad.
Durante años hemos dicho que la comida basura es un problema de recursos y de educación. En una gran parte de Norteamérica, las cadenas de comida rápida son más accesibles que los supermercados, que es donde están los alimentos frescos, y mucho más baratas. Millones de familias alimentan a sus hijos con productos procesados de penosa calidad, que también han encontrado un lugar en comedores escolares e institutos. Así fue como los pobres del primer mundo pasaron de estar muy delgados a estar muy gordos. Un tercio de la población de Estados Unidos sufre al mismo tiempo obesidad y desnutrición.
Pero en otros países del primer mundo donde hay acceso generalizado a productos frescos y a la educación pública, vivimos una versión más moderada del problema. Comemos más de lo que nos conviene, sobre todo cosas que no nos sientan bien. Nuestra relación con la comida es totalmente esquizofrénica; soñamos con tener el cuerpo de Michael Fassbender o Scarlett Johansson, mientras nos acabamos la bolsa de patatas fritas y la tarrina de helado jurando que será la última vez. Echamos stevia al café en el que mojamos las rosquillas, pedimos pizza para cenar pero la cubrimos de queso light. Comemos, engordamos y nos despreciamos porque si nuestro problema no es de educación o recursos, entonces debe ser de falta de voluntad. Por suerte, la segunda regla del capitalismo moderno es tener siempre a mano la solución perfecta para el problema que te acaban de crear. Las mismas empresas que fabrican la comida basura nos ofrecen productos light bajos en grasas, azúcares, gluten o colesterol. Que, por supuesto, también han sido «optimizados» por empresas como Givaudan para que parezcan comestibles, a pesar de haber sido despojados de todo aquello que los hacía deseables, tanto para el estómago como para el paladar.
Las pocas ocasiones en que la propia industria ha hecho un esfuerzo legítimo por reconducir sus productos hacia algo más saludable ha descubierto lo obvio: es más fácil crear una adicción que deshacerla. En 2004, General Mills redujo el azúcar en todos los cereales publicitados para niños a once gramos por porción. Tres años después lo volvió a subir por una caída de las ventas. En 2007, la Campbell Soup Company empezó a rebajar la sal de sus famosas latas de sopa. En 2011, habían perdido tanto valor de mercado que su presidente ejecutivo Denise Morrison anunció que volverían a subir el sodio de 400 mg a 650. En 2012, la cuota de mercado de Sprite cayó en picado cuando Coca-Cola redujo el contenido de azúcar a un tercio. «Los consumidores están preocupados por su consumo de sal y de azúcar —publicó la empresa de estudios de mercado Mintel en un informe de 2012—, pero no están dispuestos a renunciar al sabor.»
Estamos todos entregados a la noria del consumo irresponsable de productos inadecuados que nos engordan y nos enferman sin alimentarnos, cabalgando a lomos de nuestra culpa y nuestra vergüenza, impidiendo que podamos estar del todo satisfechos comiendo lo necesario o al menos tener el cuerpo de un ángel de Victoria’s Secret. Pero preferimos pensar que somos unos tragaldabas sin un gramo de disciplina a creer que una de las industrias más poderosas y tóxicas del planeta mantiene equipos de genios extraordinariamente motivados con salarios exorbitantes y laboratorios con lo último en tecnología cuyo único propósito es manipularnos sin que nos demos cuenta.
Es exactamente lo que nos pasa con el móvil, con las redes sociales y con las plataformas más exitosas y adictivas de la red. Son las ruedas que hacen funcionar la gigantesca y destructiva economía de la atención.
POR QUÉ NO PUEDES DEJAR DE TOCAR TU MÓVIL
Las tecnologías más significativas son aquellas que desaparecen. Las que se entrelazan en el tejido de la vida cotidiana hasta que son indistinguibles de la vida misma.
MARK WEISER, The Computer for the 21st Century
Todos hemos nacido con el más avanzado dispositivo puntero —nuestros dedos— y el iPhone los utiliza para crear la interfaz de usuario más revolucionaria desde el ratón.
STEVE JOBS presenta el iPhone en la MacWorld de San Francisco, el 9 de enero de 2007
La venta de smartphones se estancó por primera vez en 2017, en el décimo aniversario del iPhone. Aparentemente, todo el que podía disponer de un smartphone ya tenía uno. Pero todo el que tenía uno no podía dejar de usarlo. Según un estudio de Counterpoint Research, los usuarios se pasan una media de tres horas y media al día mirando esa pequeña pantalla. El 50 por ciento pasa cinco horas, y uno de cada cuatro usuarios ¡pasa un total de siete horas mirando su móvil! A estos últimos, la industria los llama superusuarios. Sospecho que sus familias, parejas, amigos y mascotas probablemente tienen otro nombre para eso.
El 89 por ciento del tiempo que dedicamos a mirar el móvil estamos usando aplicaciones. El 11 por ciento restante, miramos páginas web. El usuario medio invierte dos horas y quince minutos al día solamente en redes sociales. En el momento de escribir estas páginas, Facebook tiene dos mil doscientos veinte millones de usuarios, Instagram mil millones, Facebook Messenger y WhatsApp se reparten el 50 por ciento del mercado de la mensajería instantánea. Todos esos sistemas pertenecen a la misma empresa, cuyo negocio es investigar, evaluar, clasificar y empaquetar a los usuarios en categorías cada vez más específicas para vendérselas a sus verdaderos clientes, que incluyen dictadores, empresas de marketing político y agencias de desinformación. En los últimos años, muchos medios han acusado a su presidente ejecutivo y fundador, Mark Zuckerberg, de tener afiliaciones políticas, pero no se ponen de acuerdo en cuáles son. Unos dicen que castiga a los medios de derechas, otros de haber ayudado a Donald Trump. Unos dicen que trabaja con el Gobierno estadounidense, otros que ha ayudado al ruso a intervenir en las elecciones y otros —a veces los mismos— que se reúne a menudo con el Gobierno chino, cuyo régimen controla las comunicaciones, censura el acceso a plataformas y está constituyendo un sistema de crédito social basado en la vigilancia permanente de sus ciudadanos. Unos dicen que censura contenidos políticos y otros que su falta de censura ha propiciado ataques de violencia religiosa en Myanmar. Si parece que cada una de esas informaciones contradice el resto, es un error de perspectiva. Y está muy extendido.
En un ensayo reciente publicado en la revista Wired,[2] Steven Johnson describe Silicon Valley como un nuevo híbrido entre la izquierda y la derecha. «En lo que se refiere a distribución de riqueza y seguridad social, son progresistas del Mar del Norte. Cuando les preguntas sobre sindicatos o regulación, suenan como los hermanos Koch. Visto todo junto, estos puntos no parecen compatibles con la agenda de ningún partido.»[3] Durante mucho tiempo se ha repetido el mantra de que Silicon Valley es libertario, que en Europa significa anarquista pero en el Valle quiere decir explotación monopolista sin intervención del Gobierno ni obstáculos en la regulación. Sin embargo, pocas industrias están más vinculadas a las instituciones gubernamentales que la industria tecnológica. Cuando Zuckerberg «testificó» ante el Congreso y el Senado de Estados Unidos, un número alarmante de representantes democráticos eran accionistas de Facebook. Su principal gasto no tiene que ver con la innovación, sino con la compra de los gobernantes para que les deje explotar el planeta, explotar a los trabajadores y explotar a los usuarios para ganar dinero. Su espíritu no es el de Henry David Thoreau, John Stuart Mill o Emma Goldman. Es el de Ayn Rand, la musa del individualismo capitalista.
Zuckerberg declaró en el Congreso que el Valle es «un lugar extremadamente de izquierdas» y, en su ensayo, Johnson admite que «es complicado». La verdad es que Facebook no tiene afiliación política, tiene objetivos. Y no importa la que tengan su presidente ejecutivo, sus ingenieros, sus trabajadores o su consejo de dirección. El objetivo de Facebook es convertir a cada persona viva en una celda de su base de datos, para poder llenarla de información. Su política es acumular la mayor cantidad posible de esa información para vendérsela al mejor postor. Somos el producto. Pero la política de sus dos mil doscientos millones de usuarios ha sido aceptarlo. No la banalidad del mal sino la banalidad de la comodidad del mal.
La Agencia Española de Protección de Datos ha multado a Facebook no una sino dos veces en 2018 por compartir bases de datos entre las distintas plataformas. La empresa argumenta, típicamente, que lo hace solo para facilitar la vida de los usuarios, que se pueden saltar varios pasos a la hora de hacerse una cuenta y encontrar a sus amigos de inmediato gracias a funciones como «personas que quizá conozcas». Lo cierto es que todos y cada uno de esos servicios tiene una función y un objetivo muy concretos y ninguno es mejorar nuestra vida. El objetivo es obtener la mayor cantidad posible de información sobre el usuario, sus amigos y todo aquello que le interesa, asusta, preocupa, deleita o importa. Lo único que facilitan las herramientas es el uso de las herramientas. Y cada pequeño aspecto de su funcionamiento ha sido diseñado por expertos en comportamiento para generar adicción.
Facebook no es un caso aislado, es solo una de las cinco empresas que dominan la industria de la atención. Google controla las tres interfaces más utilizadas del mundo: el servidor de correo Gmail, el sistema operativo para móviles Android y el navegador Chrome. Por no hablar de su sistema de geolocalización con mapas, de su plataforma de vídeos YouTube y sobre todo de su buscador. Google Search es el intermediario entre la Red y el resto del mundo, y cada vez más el intermediario entre la población conectada (ahora mismo más de cuatro mil millones) y todo lo demás. No es un servicio, es infraestructura. La vida sin Facebook o Apple sería un poco más aburrida. La vida sin Google es difícil de imaginar. Es una dependencia peligrosa, y no del todo voluntaria.
La tecnología que mantiene internet funcionando no es neutral, y la que encontramos o instalamos en nuestros teléfonos móviles tampoco. En la última década, todas han evolucionado de una manera premeditada, con un objetivo muy específico: mantenerte pegado a la pantalla durante el mayor tiempo posible, sin que alcances nunca el punto de saturación. Son capaces de hacer cualquier cosa para que sigas leyendo titulares, pinchando enlaces, añadiendo favoritos, comentando post, retuiteando artículos, buscando el GIF perfecto para contestar a un hater, buscando el restaurante ideal para una primera cita o escribiendo el hashtag que define exactamente la puesta de sol en la playa con tres daikiris de fresa y cucharas verdes en forma de palmera que estás a punto de compartir. Su objetivo no es tenerte actualizado, ni conectado con tus seres queridos, ni gestionar tu equipo de trabajo ni descubrir a tu alma gemela ni enseñarte a hacer yoga ni «organizar la información del mundo y hacerla accesible y útil». No es hacer que tu vida sea más eficiente ni que el mundo sea un lugar mejor. Lo que quiere la tecnología que hay dentro de tu móvil es engagement. El engagement es la cumbre de la felicidad de la industria de la atención.
En español no hay una palabra exacta para engagement. La traducción literal es «compromiso para el matrimonio», como si abrir una cuenta de usuario implicara una relación íntima entre el usuario y el servidor. Y no es una descripción descabellada, aunque en este caso parecería un matrimonio a la antigua, porque entre las dos partes se interpone un contrato prenupcial que el usuario debe aceptar como una novia agradecida, sin modificaciones ni anexos, llamado Términos de Usuario. El gesto parece banal: pinchar una casilla. Tan banal que millones de personas dan el «sí quiero» sin molestarse en leerlo. Por otra parte, leerlo requiere una paciencia de santo y una licenciatura en derecho. En 2015, los Términos de Usuario de la tienda de iTunes tenían veinte mil palabras. Los de Facebook quince mil, divididos en múltiples segmentos deliberadamente obtusos. Pero se trata de un contrato legal vinculante en el que el usuario suele renunciar a derechos para que la compañía que recopila sus datos se cure en salud. La palabra engagement tiene otra connotación importante, que es la participación. La clase de engagement que buscan las aplicaciones implica una cierta actividad por parte del usuario. En realidad nada, una tontería. Un gesto sencillo y repetitivo que no cuesta nada, que se hace casi sin pensar. De hecho, la clase de gesto que se automatiza con el tiempo, creando una rutina. La clase de rutina que se activa sin que nos demos cuenta y que, repetida las veces suficientes, acaba ejecutándose hasta cuando nosotros no queremos. Cuando es buena la llamamos hábito. Cuando es mala, adicción.
LA CAJA DE SKINNER
En los años cuarenta, un psicólogo de Harvard llamado B. F. Skinner metió un ratón en una caja. Dentro había una palanca que activaba una compuerta por la que caía comida. Después de un tiempo dando vueltas sin saber qué hacer, el animalito tropezó con la palanca y se llevó una agradable sorpresa. Pronto se aficionó a tirar de la palanca. En su cuaderno de notas, Skinner describió su rutina como un drama de tres actos: ver la palanca (reclamo), tirar de ella (acción) y comerse la comida (recompensa). Lo llamó «circuito de refuerzo continuo» y a la caja, «caja de condicionamiento operante», pero en todo el mundo se conoce como «caja de Skinner».
Aquí es donde la historia se pone cruel e interesante. Cuando el ratón estaba ya acostumbrado a la buena vida, Skinner decidió cambiar su suerte. Ahora el ratón tiraba de la palanca, pero unas veces había comida y otras veces no. Sin patrón ni concierto, sin lógica ni razón, la palanca a veces traía comida y otras veces no traía nada. El retorcido psicólogo bautizó el nuevo circuito como «refuerzo de intervalo variable» y descubrió algo muy extraño. La falta de recompensa no desactivaba el condicionamiento. Más bien al contrario; casi se diría que no saber si habría o no premio lo reforzaba aún más.
El ratón tiraba de la palanca tanto si le daba comida como si no. Su pequeño cerebro había incorporado el tirar de la palanca como algo que le causaba placer en sí mismo y lo había desconectado de la recompensa original, de la misma manera que la campana activaba las glándulas salivales del perro de Pávlov aunque no hubiera comida. Peor aún: ver la palanca y no tirar de ella causaba ansiedad al animalito. Skinner cambió la palanca de sitio, cambió al ratón de caja, pero el resultado era el mismo: su comportamiento era automático, independientemente de las circunstancias. Cuando aparecía la palanca la ejecutaba sin pensar. La única manera de desprogramar al ratón era cambiar el premio por un castigo. Por ejemplo, una descarga eléctrica. Solo que la mente del ratón no funcionaba exactamente así. Y, por lo visto, la nuestra tampoco.
La referencia principal de Skinner era la ley de efecto de Edward Thorndike, padre de la psicología educativa. Establece que los comportamientos recompensados por una consecuencia reforzante (comida) son más susceptibles de repetirse. Y que, por la misma lógica, los comportamientos que son castigados con una consecuencia negativa (descarga) son menos susceptibles de repetirse. Solo que, en la práctica, esa ley funciona bien en un solo sentido. Una vez establecido, el condicionamiento original es muy resistente al cambio. El pobre ratón no dejaba de tirar de la palanca, por mucha descarga que recibiera. El refuerzo de intervalo variable le había generado un hábito. O peor: una adicción.
La personalidad es el total de nuestros hábitos. Nuestra manera de caminar, de cocinar, de hablar y de pensar son hábitos, el entramado de rutinas mentales que nos hace únicos. No todos juegan en nuestro favor. Las adicciones son esos hábitos que no podemos abandonar aunque nos causan un perjuicio físico, emocional, profesional o económico. Como el ratón que no deja de tirar de la palanca aunque le dé una descarga. Aquí es donde la lógica de Thorndike y Skinner no funciona. Si somos capaces de engancharnos a algo porque nos proporciona placer, ¿por qué no podemos desengancharnos cuando deja de hacerlo? Aparentemente, una vez que se graba en nuestra corteza cerebral, es difícil que se borre.
Al estudiar la actividad eléctrica en el cerebro de los animales mientras adquieren hábitos implantados, la neuróloga Ann M. Graybiel y su equipo del Instituto Tecnológico de Massachusetts descubrieron que cuando los sujetos se enfrentaban a un circuito nuevo, su actividad neuronal era la misma desde el principio hasta el final del proceso. Pero si repetían una y otra vez la misma rutina, su actividad neuronal se iba concentrando al principio y al final del circuito, dejando en blanco la parte correspondiente a la actividad. Entre el activador (palanca) y la recompensa (comida) no había nada. «Era como si las regiones del cerebro estuvieran grabando los marcadores de actividad como un bloque para esa rutina —explicaba Graybiel en la revista de la Academia Nacional de las Ciencias de Estados Unidos—. La secuencia completa era el hábito.»
El ratón solo mostraba actividad cerebral al ver la palanca y al alejarse de ella. Toda la parte en la que tiraba de la palanca y engullía la comida la hacía en piloto automático, sin actividad neuronal. Su cerebro registraba el circuito como un bloque recogido entre paréntesis, como un script que debe ejecutarse entero, hasta el final. O como un trance. Si pudiéramos preguntar al ratón, es probable que no recordara lo que había pasado entre la palanca y la comida, de la misma manera que a veces cogemos el coche para volver a casa y no sabemos cómo hemos llegado hasta allí. O cogemos el móvil para buscar el nombre de un restaurante y pasamos los siguientes veinte minutos en un bucle de correo, actualizaciones de Twitter, Messenger, Instagram, WhatsApp y de vuelta al correo, Twitter, Messenger, Instagram, WhatsApp sin que sepamos cómo hemos llegado hasta allí.
De hecho, la mayor parte del tiempo ni siquiera nos acordamos de por qué cogimos el móvil, ni tampoco de lo que hemos visto en las aplicaciones. Tenemos la capacidad de atención de un pez de colores. Mejor dicho, la teníamos, pero ya no. La capacidad del pez es de nueve segundos, mientras que en este preciso momento la del humano medio es de ocho. En el año 2000 nuestra capacidad de focalizar la atención en una sola cosa era de doce segundos, pero nos hemos entregado a un duro entrenamiento para bajar esa marca. Nuestra paciencia es tan escasa que el 40 por ciento de los usuarios abandonan una página web si tarda más de tres segundos en cargar.
Skinner no creía en el libre albedrío. Consideraba que todas las respuestas del ser humano están condicionadas por un aprendizaje previo basado en el castigo y la recompensa y que se activan de manera predecible colocando el desencadenante apropiado a su alrededor. Y le parecía una gran cosa. Creía que
