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Y mi dinero, ¿qué?
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Y mi dinero, ¿qué?

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Un libro que te regala los mejores consejos para salvar tu bolsillo, tu tranquilidad, estabilidad y economía. ¡Que el mal salario no termine contigo!


Esta crisis económica tiene mal a todo mundo: el dinero no alcanza para nada y, sin importar cuántos billetes lleguen a las manos de la gente, siempre faltan. El origen de este desastre, a todas luces cotidiano para el ciudadano de a pie, está en una serie de decisiones tomadas en los bancos y en las empresas que manejan cifras enormes; a ese ciudadano de a pie, sin embargo, le interesa mucho más saber qué va a pasar ahora con su dinero. Para eso está este libro.
Sin pelos en la lengua, Y mi dinero ¿qué? habla de asuntos económicos con sencillez y humor (para que no asusten); también pone ejemplos divertidos de lo que pasa cuando se toman malas decisiones y de lo que puede pasar cuando estas decisiones son buenas, aun si las toma la persona más común.
IdiomaEspañol
EditorialEDICIONES B
Fecha de lanzamiento1 feb 2012
ISBN9786074805550
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    Y mi dinero, ¿qué? - Édgar Amador Zamora

    Cómo llegamos hasta aquí

    EN SU ACTUAL VERSIÓN , en este otoño-invierno de 2011, la crisis global desatada en septiembre de 2008 se manifiesta como la crisis de la eurozona, donde los miembros de ese club que usan como moneda común el euro, luchan por salvar no sólo su moneda única, sino de evitar llevar a Europa y al mundo con ella, a una nueva recesión.

    ¿Pero cómo llegamos hasta aquí?

    La economía global descansa en un auto de fe. En la creencia de que todos pagarán puntualmente sus deudas, y, en el caso de que no todos las paguen, alguien acabará poniendo ese dinero: siempre. Si no existiera la fe ciega, religiosa, si no se diera crédito al hecho de que siempre existirá alguien que acabará pagando, la economía del mundo no funcionaría.

    Y ese quebranto en la fe, en la creencia de que las deudas se pagan, estuvo a punto de ocurrir en septiembre-octubre de 2008, en 2009 y vuelve a ocurrir ahora, a finales de 2011, cuando los inversionistas en la deuda emitidos por Grecia han tenido que aceptar de manera voluntaria una pérdida del 50 % en sus inversiones.

    Para comprender la crisis que estuvo a punto de colapsar la economía global en 2008, pero que se prolonga hasta nuestros días, es necesario conocer la raíz etimológica (el origen de las palabras) de los términos básicos de esta economía. La etimología nos devuelve la transparencia de los actos, nos remite al momento en que las cosas fueron bautizadas. Las palabras son, como decía Góngora, sombras de obras; para despejar esas sombras que cubren las obras está la etimología.

    La palabra crédito viene del verbo creer: «yo te creo, yo doy crédito a lo que me dices, yo te creo tu promesa de que me pagarás el dinero que te presté». Es curioso que el español haya guardado la etimología latina para el sustantivo principal, pero haya adoptado la etimología anglosajona para el sustantivo accesorio. «A cambio de creerte, a cambio de darte crédito, tú me pagarás un interés (del anglosajón interest)». En portugués, que ha conservado muchos términos que el español ha perdido, a los intereses se les llama juros. Así, todo nació en el primer momento en que un hombre le dijo a otro «doy crédito a tus palabras»; y el otro hombre respondió «juro que te pago».

    La raíz de la palabra endrogarse es muy precisa en español, es sinónimo de endeudarse, por lo tanto, las deudas son también drogas. Así como una droga hace que el cuerpo vaya más allá de sus límites usuales, esas otras drogas, las deudas, también permiten que ese cuerpo gigantesco que es la economía vaya más allá de lo que debería. Cuando un cuerpo está débil, una inyección de la droga adecuada lo puede acelerar, lo potencia, eleva su desempeño a niveles de alta competencia, pero cuando el efecto pasa, lo que queda es un cuerpo en un estado peor incluso al que se encontraba antes de la ingesta.

    Eso fue lo que le ocurrió a la economía estadounidense, a la economía española, a la irlandesa, a la de Islandia y Grecia: se endrogaron; consumieron una droga que los hizo sentirse poderosos, tonificados, llenos de vida, e hicieron cosas que en su sano juicio no hubieran hecho y hoy, cuando el efecto de la droga ha pasado, se sienten abatidos y frágiles.

    Esa peligrosísima droga se llama crédito.

    La economía estadounidense y la española, entre muchas otras, se endrogaron de manera desproporcionada durante los veinte años precedentes a la gran crisis de 2008-2009. Creyeron que podían crecer más allá de lo que sus ingresos les permitían, y juraron que podrían pagar sus drogas.

    Debido a que la crisis estalló en el sector hipotecario de Estados Unidos, especialmente en el sector de hipotecas de familias de ingresos precarios, las (ahora famosas) subprime, lo que ocurrió se ha calificado como una crisis hipotecaria.

    Pero el problema es más general, es un problema de exceso de drogas, financieras por supuesto. El problema es que, por diversas razones, Estados Unidos y algunos países de Europa (España, Grecia, Portugal e Irlanda), se endrogaron mucho más allá de lo que su organismo les permitía, y tendrán que pasar por un periodo de desintoxicación durante los siguientes años, por lo tanto, su desempeño económico será inferior al promedio de los últimos años anteriores al 2008, cuando estas economías funcionaban con esteroides, dando una imagen falsa de prosperidad.

    Pero, mientras que gran parte de Europa y de Estados Unidos deberán pasar por un periodo más o menos largo de crecimiento por debajo de su tendencia reciente, un grupo de países dentro de ese conjunto amorfo llamado economías emergentes, no tiene los problemas que aquejan a las economías más desarrolladas y por primera vez en la historia moderna, es decir, en los últimos quinientos años, están convirtiéndose en uno de los motores de la economía global, con un desempeño económico que ha podido escapar al marasmo de los países centrales.

    Debido a que la crisis financiera tuvo su epicentro en Estados Unidos, la exposición de los detalles de cómo se gestó y explotó dicha crisis se centrará en los eventos que ocurrieron en ese país, y que se desperdigaron de allí al resto del mundo.

    La crisis económica de España, Grecia, Portugal, Irlanda y otros países tienen peculiaridades que la distinguen de la historia estadounidense, pero comparten un rasgo fundamental: el exceso de deuda.

    La economía estadounidense se endroga

    Lo que ocurrió en el periodo que va de 2008 a 2009 fue que la economía estadounidense ya no pudo soportar más. El débil cuerpo de la economía necesitaba dosis cada vez mayores de droga para poder seguir creciendo, cada vez más droga, cada vez más crédito, hasta que llegó el punto en que se pedía crédito no sólo para comprar más cosas, sino para pagar créditos viejos que se vencían.

    En ese punto, un número creciente de familias no pudieron pagar lo que habían jurado, y los bancos dejaron de creerles, ya no dieron crédito a sus juramentos. Al no poderse endrogar más, dejaron de pagar lo que habían jurado y ya nadie les creyó, desatando una cadena de moratorias e incumplimientos que provocaron que los bancos que les habían prestado, sin importar su tamaño, se fueran a la quiebra con una velocidad pasmosa.

    La velocidad con la que se desató la cadena de moratorias entre las familias estadounidenses en 2008-2009, fue tal, que la figura de una bola de nieve captura muy bien lo que ocurrió. Sucedió más o menos como en este ejemplo hipotético: un trabajador en Iowa sin empleo dejó de pagar su hipoteca, al día siguiente el banco embargó su casa.

    El mismo día del embargo, sus dos vecinos dejaron de pagar, por su situación económica igualmente frágil, y el banco, la mañana siguiente, también incautó sus casas. Esa misma tarde, el banco se dio cuenta de que en ese barrio, donde había hecho muchísimo préstamos los tres años anteriores, tres de sus clientes tenían problemas de pagos y dejó de extender nuevos créditos a los otros vecinos para reducir su riesgo.

    El problema es que los vecinos ya estaban pagando sus hipotecas con las tarjetas de crédito y con otras deudas, estaban endrogados hasta el tope. En el momento en que el banco les dijo que ya no les daría crédito, se quedaron como Tarzán al final de una liana, sin un cabo de dónde asirse. Pocos días después de la primera moratoria, el barrio completo estaba en incumplimiento, y el banco tenía un grave problema.

    En cuestión de una semana, las moratorias comenzaron a surgir por todas partes, y el banco cortó sus créditos, se agravó el problema, se dispararon los incumplimientos por toda la ciudad y luego por todo el estado. Al cabo de pocas semanas, el banco estaba al borde de la quiebra.

    El banco fue presa de su propia pirámide, la única forma de que le pagaran era seguirles prestando a los vecinos. Y así, hasta el infinito. Pero eso ya no era posible.

    Lo que ocurrió en este hipotético barrio de Iowa ocurrió en realidad, de manera casi simultánea, en varios barrios, ciudades y estados en Estados Unidos, poniendo en problema primero a uno, y luego a una decena, y luego a una centena de bancos del país, hasta que la bola de nieve puso a Estados Unidos de hinojos.

    Es decir, todo empezó con un vecino. Siguió con un barrio y luego varios barrios que dispararon moratorias en todo el estado, lo que puso a un banco en problemas. Pero el banco del estado vecino comenzó a tener los mismos problemas, y luego los bancos interestatales, y luego los bancos nacionales. Los bancos al borde de la quiebra se multiplicaron en cuestión de semanas, y entonces vino la catástrofe. Existían pocas posibilidades o Estados Unidos le metía millones de dólares al rescate de los bancos para evitar que éstos quebraran por montones, o estos bancos dejaban de pagar a otros bancos por todo el mundo, disparando una cadena de moratorias que desembocarían en una gran depresión económica global.

    El gobierno de Estados Unidos y la Reserva Federal (su banco central) se vieron arrinconados, en el curso de muy pocas semanas, en una situación tal que si no rescataban a sus bancos provocarían una cadena de incumplimientos que llegaría hasta la última esquina de Los Mochis, en Sinaloa, o de Ricote, en Murcia, colapsando el sistema global del crédito.

    Si Estados Unidos no actuaba, el crédito se vería interrumpido en el mundo: ningún banco le creería a su cliente, ningún banco le creería a otro banco, ningún gobierno le creería a ningún banco. La fe en la promesa de pagar el préstamo habría quedado despedazada.

    En economía, al personaje que acaba pagando las deudas cuando los demás han dejado de pagarlas se le conoce como el prestamista de última instancia, y típicamente se le identifica como el banco central (en México, este banco es por supuesto el Banco de México). En el caso de Estados Unidos ese prestamista de última instancia es la Reserva Federal (la Fed).

    El razonamiento es que si los clientes ya no le pagan a los bancos, y los bancos ya no tienen para pagar a quienes, a su vez, les prestaron dinero (porque enfrentan montañas de créditos incumplidos), la Reserva Federal siempre estará allí para prestarle al último banco, cuando llegue el momento, para que éste a su vez pueda honrar su juramento y pagar su crédito.

    El tamaño de la montaña de insolvencia que se desbarrancó en Estados Unidos fue de tal magnitud que, por primera vez en la historia, incluso esa piedra fundacional del capitalismo moderno, la creencia ciega de que la Reserva Federal prestaría a los bancos, estuvo en duda.

    El monto de créditos moratorios ascendía a más de lo que la Fed podía soportar. La Fed no tenía en ese momento los recursos ni las herramientas para inyectar a los bancos el crédito suficiente para que éstos pudieran honrar a sus respectivos acreedores los créditos que iban a pagar con los cerros de hipotecas, que millones de estadounidenses ya no les estaban pagando.

    Fue en ese momento cuando el gobierno mismo, a través del Tesoro de Estados Unidos, tuvo que entrar a inyectarle liquidez a los bancos: comprándoles acciones y convirtiéndose en socio de una gran cantidad de bancos, entre ellos los más grandes del mundo, para que, a su vez, pudieran pagar sus deudas.

    De la noche a la mañana, en el curso de muy pocas semanas, Estados Unidos pasó de ser el faro del neoliberalismo desregulado, al Estado más propietario desde la caída de la Unión Soviética. Estados Unidos se convirtió en socio de los grandes bancos estadounidenses; de Citigroup, de Goldman Sachs, de Bank of America, de Merrill Lynch, de Morgan Stanley, y de miles de bancos menores, y al hacerlo, se convirtió en el dueño de muchas casas que millones de americanos, endrogados hasta la coronilla, habían dejado de pagar.

    Pero detengámonos a pensar en un momento en ese «prestamista de última instancia».

    La Fed y el Tesoro de Estados Unidos tuvieron que prestar a todos los grandes bancos, incluso al punto de convertirse en sus socios, para que éstos no se declararan en quiebra y dispararan una gran depresión mundial.

    Pero ni la Fed ni el Tesoro tenían mucho dinero en ese momento. De hecho, el gobierno de Estados Unidos ya era deficitario tras años de disparatado gasto militar en las guerras de Irak y Afganistán e irresponsables recortes de impuestos, ¿de dónde salió el dinero con que Estados Unidos rescató a los bancos? Fácil, de más deuda.

    En los momentos más complicados de la crisis de septiembre a diciembre de 2008, cuando Lehman Brothers, el quinto mayor banco de inversión, se fue a la quiebra y nadie prestaba un cinco a nadie en los mercados globales, los únicos sujetos de créditos, a los únicos que les creían que pagarían, era a los gobiernos (si bien, no a todos).

    Estados Unidos evitó la quiebra masiva y en serie de sus bancos, prestándoles o inyectándoles dinero. Dinero que a su vez tuvieron que ir a pedir prestado a los mismos mercados que ya no querían prestarle a los bancos que Estados Unidos estaba rescatando. Los inversionistas que no querían prestarle a los bancos, sí les prestaban a los gobiernos que usarían los préstamos para rescatar los bancos.

    ¿Por qué los inversionistas sí se arriesgaban a prestarle a Estados Unidos, y no a los bancos? Porque saben que un banco va a pagarles con los resultados del ejercicio, con las ganancias del negocio, pero si el banco está cercano a la quiebra, la probabilidad de que no pague sus préstamos es muy alta.

    La economía global descansa sobre un hecho que muy pocos, por recato, no quieren decir con todas sus letras: los Estados tienen la capacidad de recaudar entre los contribuyentes los recursos para pagar las deudas incurridas por los bancos en sus excesos. Los contribuyentes somos el verdadero prestamista de última instancia.

    Por eso, un gobierno es distinto de un banco. El gobierno tiene siempre un verdadero prestamista de última instancia al cual recurrirá incluso cuando ya no tenga dinero: el ciudadano común. Cuando todo falla, cuando nadie presta, cuando todos se han ido a la quiebra, el Estado siempre puede pagar las deudas de los morosos, porque puede elevarnos los impuestos para saldar esos adeudos.

    La economía mundial se ha salvado porque Estados Unidos rescató a sus bancos de la quiebra, pidió prestado a los mercados mundiales para conseguir el dinero que la evitara. Pero la gigantesca deuda resultante de absorber las pérdidas de los bancos deberá ser pagada por el contribuyente estadounidense en los próximos años (y, como veremos más adelante, por los contribuyentes de todo el mundo) a través del pago de impuestos.

    No hay de otra. No hay alternativa, para que Estados Unidos pague la enorme deuda que han absorbido todos sus habitantes para salvar a un puñado de bancos y a sus accionistas, los estadounidenses deberán a pagar más impuestos en el futuro.

    Existen tres formas básicas en que el Estado recauda más impuestos:

    que la tasa de impuestos no suba, pero que la economía crezca;

    aumentar la tasa de impuestos, lo suficiente para compensar por el bajo crecimiento económico;

    la inflación.

    Durante los próximos años, es muy probable que la economía de Estados Unidos no crezca por encima de un 2,5 % anual, debido a lo difícil que será que el desempleo baje a los niveles en que se encontraba antes de la crisis. Si este escenario de bajo crecimiento se materializa, entonces los ingresos fiscales correspondientes de Estados Unidos no crecerán mucho, o al menos no al ritmo necesario para que se puedan pagar las gigantescas deudas absorbidas para rescatar a los bancos de la quiebra y a la economía de una gran depresión.

    Ni en Estados Unidos, ni en España, ni en Grecia, ni en Irlanda, la economía podrá crecer por encima del promedio que se observaba antes de 2008. Todos esos países deberán sacar dinero de algún lado para poder pagar las enormes deudas absorbidas para rescatar a sus bancos y empresas endrogados durante la borrachera del periodo entre 2001-2008. Si no hay mucho crecimiento, entonces el dinero saldrá de un solo lado, de más impuestos.

    Durante los próximos años pasaremos por una época en donde lo único que crecerá será el dinero en circulación.

    Lo único que crecerá será el circulante emitido por los bancos centrales, pero no la economía ni los empleos. Y lo peor es que nos tomará un tiempo salir de ésta.

    El mejor economista de la historia moderna, John Maynard Keynes, bautizó esta situación como la trampa de liquidez.

    La trampa de liquidez se explica por una circularidad: hay tanto dinero en el mundo que no tiene ningún valor, por lo tanto, su costo es cero; la tasa de interés es prácticamente de cero. Así ocurre hoy en casi todo el mundo desarrollado, en Estados Unidos y en la Unión Europea.

    Al mismo tiempo, hay tanto

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