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Eternidades griegas
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Eternidades griegas

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Notas y escritos acerca del nacimiento de la idea de un alma inmortal, su alojamiento perfecto en la Eternidad empezando por los pensamientos de los primeros filósofos griegos (presocráticos) y saboteados por la onirocrítica del Islam que no cesaba de soñar contradicciones. ¿Tenemos un alma inmortal que sobrevive al cuerpo? Esa curiosa idea proviene de las primeras indagaciones, cuando nace la Eternidad que es la negación del tiempo y es el domicilio adecuado para el alma inmortal recién inventada.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 mar 2024
ISBN9798224776542
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    Eternidades griegas - Alejandro Bovino Maciel

    Libro 2 de 7  Los sueños de la esperanza

    Índice

    1.- Dios y la materia       4

    2.- El día cero del pensamiento      9

    3.- Amanecer de las ideas      11

    4.- Sueños inmortales       16

    5.- Tales y los abismos       23

    6.- Tales y las causas de Aristóteles     28

    7.- El espejo de Dios       32

    8.- La materia de Anaximandro     36

    9.- Los accidentes y la materia     39

    10. El aire de Anaxímenes      41

    11. El imán oculto de los sufíes     44

    12. El inasible ser eleata      47

    13. El ser del arte, que está en la eternidad    50

    14. La sentencia del tiempo      54

    15. El sueño de Heráklito      58

    16. Aquelarres en el cielo      62

    17. Jenófanes y el puente de Éfeso     65

    18. El bardo Jenófanes de Colofón     68

    19. Jenófanes, alemán       72

    20. Solón de Salamina       77

    21. Pitágoras de Samos       79

    22. El poeta llamado Homero      86

    23. Las mudanzas de la materia     89

    24. Los ruiseñores del poeta Orfeo     91

    25. La invención del alma inmortal     96

    26. Los cuatro principios de Empédocles    99

    27. Las semillas del señor Anaxágoras    105

    28. La imaginación docente      109

    29. Parménides y el ser       112

    30. La esfera muda       117

    31. Zenón y la tortuga ilusoria     124

    32. La bala paralítica de Zenón     129

    33. Predicados verbales      134

    34. El almirante Meliso de Samos     137

    35. Los límites de la esfera      140

    36. Heráklito en las sombras      143

    37. El cosmos bipolar de Heráklito     146

    38. Heráklito teutón       152

    39. Los sueños oscuros de Shamsoddin Lahiji   156

    40. Dos cosmogonías       159

    41. El esoterismo de Platón      163

    42. Cosmogonía en el tiempo      167

    43. Las eternidades personales     173

    44. Los átomos de Leucipo y Demócrito    180

    45. De Parménides a los átomos     183

    46. Las morales atomistas: azar y necesidad    189

    47. Los sueños de la pureza      195

    48. Despedida        198

    ––––––––

    Dios y la materia

    La duda tiene mala prensa.

    Los siglos la llenaron de indeterminaciones y ambigüedades hasta el hartazgo, incitados por los dogmas que la vieron como enemiga. Conservo el asombro de haber visto caer, una a una, las doctrinas religiosas que vivían en mí como se derrumbaron las piedras de los muros de Jericó, tentadas por melodías extranjeras.

    Entre sus escombros, algo sobrevivió. Todas las especulaciones que la razón nos fue proponiendo han sido intentos de invasión de ese territorio incierto, salvaje y natural que es la duda. 

    Dios —según lo testimonia el caudillo Moisés o quienes escribieron en su nombre— en la montaña sagrada de Horeb renegó de los nombres y se explicó a sí mismo como Yo soy el que soy Yo.

    Pasaron los siglos y allá por el año 1328 un monje franciscano huyó de la Corte papal de Aviñón perseguido por la gendarmería católica. La causa que lo afectaba era haber defendido el nominalismo, doctrina que enseña que los nombres son convenciones, no sustentos existenciales. Por citar un ejemplo práctico supongamos que aparece un nuevo artículo de la técnica electrónica, que es un mundo nuevo creado a partir de metales y silicio; y usted, yo, y el vecino convenimos en llamarlo trasladador porque funciona facilitando el traslado de datos digitales de un sitio a otro; pero este término que usamos trasladador es absolutamente convencional, lo acordamos entre nosotros para saber a qué nos referimos cuando pronunciamos esa palabra nueva, pero esto no certifica ontológicamente nada. Trasladador no es el fundamento metafísico del nuevo aparato, es solamente un modo de llamarlo.

    Con el nominalismo de Guillermo de Ockham todo el edificio de la teología, (ciencia que afirma estudiar la intimidad de Dios) amenazaba derrumbarse porque estaba construido con material genérico. El Señor no podría haber creado, decían los teólogos, atentos a Platón y sus esencias, una a una, las multitudes calcáreas que siembran los caminos y laderas de montañas. No. El Señor creó la Piedra y después la naturaleza, que tiende a copiar, multiplicó ese arquetipo o modelo (Piedra) y llenó de cascotes individuales todo el planeta.

    Ningún teólogo podía poner en duda siquiera por un instante (suponiendo que la fe admita mensuras horarias) la verificabilidad de aquella Piedra Genérica, madre y garantía de la petricidad o propiedad de ser intrínsecamente una piedra cualquiera reuniendo sus cualidades, sin blasfemar al mismo tiempo.

    Y blasfemar era un ejercicio altamente peligroso para la salud en pleno siglo XIV.

    Ockham la refutó. Publicó que se define únicamente lo singular, porque toda cosa es singular cuestionando, en su Tratado sobre los principios de la teología la existencia de la inasible piedra genérica porque, debe saberse que todo lo que es, es singular. En otras palabras, solamente podemos constatar la existencia de piedras y más piedras, una acá otra acullá, pero jamás nadie ha visto el arquetipo de la ‘piedra modelo’ que salió de las manos divinas.

    ¿Cómo explicar entonces la petricidad, esa Idea Divina que sostiene las existencias contingentes de los cascotes que vemos en los caminos pedregosos de nuestro mundo pasajero?

    Ockham responde que esa piedra genérica se reduce a ser un signo, un fantasma mental creado por todos nosotros, un símbolo más, pasajero y fugaz, y que no ha sido hechura divina. Por algo recomienda volver a la lectura del Génesis, 2: 19 donde el mismo Dios ordenó a Adán: Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre.

    El Pentateuco no dice que Dios creó arquetipos en forma de nombres y después ordenó a la naturaleza abrir una factoría de copias de los mismos. El Pentateuco dice claramente que Dios creó las piedras, y después sugirió al señor Adán que fuese nombrando cada objeto a su gusto y placer. De este catálogo originario nació el idioma original cuyo vocabulario desconocemos. No sabemos qué lengua hablaba Yahveh ni cómo se entendió con Adán, el hombre sin ombligo, que desconocía todas las lenguas ya que había nacido adulto. Tampoco se consignó aquel primitivo diccionario que inventó.

    Mucho tiempo después, después del destierro del Paraíso Terrenal, después de aquel diluvio de cuarenta días, después de millares de atardeceres idénticos sobre las dunas de Moab, después de Lot y de Babel, cuando ya había muchas lenguas sembrando confusión en la tierra, apareció Moisés que fue el redactor de esas historias, según afirman masoretas, rabinos y maestros de la Ley. Sabemos que ese caudillo Moisés escribió en hebreo, aunque no conservamos su redacción hológrafa sino copias de copias de miles de años de un idioma que, como todos los demás, habrá sufrido cambios con el tiempo.

    No sabemos si Adán habló en hebreo.

    Ese lenguaje original o sus derivados será un extraño símbolo hecho de símbolos que hizo al hombre lo que es: una criatura que vive un mundo material y cuyo espíritu está hecho de extraños signos. En el génesis sumerio (En-ki y el orden del mundo, poema narrativo de la cosmogonía sumeria) vuelve a repetirse el mismo relato con otros protagonistas: En-ki, el Principio Inteligente nombra el cañaveral y aparece la calma claridad del agua, los somnolientos peces y el junco en sus fronteras.

    Cuando Jahveh crea lo hace ordenando, hágase esto, hágase aquello y aquello era. Es sabido que en el segundo tomo del deuterocanónico libro de los Macabeos, el autor, increpando al lector, lo instiga a observar el cielo y la tierra para que sepas que a partir de la nada los hizo Dios, y que también así hizo al género humano. Esta creación a partir de la nada (ex-nihilo) contradice los postulados de Parménides, que había escrito que de la nada, nada. Pero ni Moisés ni los redactores de Macabeos tenían por qué haber leído al eleata. En el Génesis se completa esta narración de la creación, y de esta admonición extrae Agustín de Hipona el hito inicial o año cero que inicia la línea de la Historia, que tendrá su cierre el día de la Parusía o segunda venida del Cristo para la ejecución del Juicio Final.

    Los cristianos somos una población que está a la espera del desenlace de un proceso penal al que llegamos por el hurto de una fruta. Y esta cosmogonía de la nada empezó con la palabra de Dios.

    Después vendrá la Historia para realizar la ímproba tarea de tratar de colocar de nuevo cada piedra del templo del pasado en el sitio que le corresponde. Pero la Historia no oficia con bloques y mampostería: reconstruye con palabras. Aristóteles en Retórica, 1368 avisa que es sobre la base del pasado como juzgamos el futuro. Porque casi siempre lo que va a suceder es semejante a lo que ya sucedió. Y, como recomienda Antonio Valdecantos en Apología del arrepentido, Editorial Mínimo Tránsito, colección Teoría y Crítica, Madrid, 2006 capítulo ‘El alma encapsulada’ No siempre recurren a la mente los paradeígmatas similares que necesitamos como ejemplos para invocar el curso del pasado, y entonces, mejor no preocuparse mucho e inventarlos uno mismo; las fábulas y las parábolas son formas, a veces ventajosas, de paliar la carencia de ejemplos.

    Sigo puntualmente las recetas de este dúo Aristóteles &Valdecantos y absuélvaseme de mentir descaradamente como me recriminaba una tía cuando era niño. Aprendí a mentir muy precozmente porque entendí que es el otro uso que podemos dar libremente a las palabras. Si la Historia reconstruye el pasado de un modo casi siempre fabuloso usando palabras, yo mentía para fabricar un futuro que no repudiara mis deseos.

    La palabra será entonces vehículo de la revelación, mensajera de nuestras imprecaciones, promulgadora de nuestras dudas, acreedora de nuestros errores, y todo debido a la infinita virtud de este instrumento que es al mismo tiempo su debilidad y su fortaleza. Todo instrumento al carecer de voluntad es víctima de la posibilidad. Que significa riesgo, destreza, accidente y error.

    Y todo esto, encerrado en veintidós símbolos mágicos como bien escribiera Jorge Luis Borges, el inmortal.

    El día cero del pensamiento

    ––––––––

    La filosofía occidental amanece en Grecia en los albores del siglo VI a. de C. y sospecho que junto con ella nació la eternidad. El archifamoso fragmento 30 de Heráklito de Éfeso en la numeración del finado Diehl dice escuetamente que el Mundo es eterno, que no lo creó ningún dios.

    Dos siglos después Aristóteles sostendrá la misma hipótesis: el mundo es eterno.

    Estratón de Lámpsaco, según refiere Cicerón (Academica priora II, 37, 121) desechó la necesidad de ningún dios para construir el mundo, alegando que la naturaleza se las viene arreglando bien sin ayuda alguna.

    Los escritos del Génesis (Bereshit, en hebreo original), terminados de redactar y editar por el año 500 a. de C. sin embargo decían que el universo fue creado por Dios el enigmático día cero. Que antes, solo existía Dios.

    ¿Cómo conciliar esta contradicción?

    El benemérito e insigne herr I. Kant dio con la ingeniosa salida de la trampa del pensamiento: describió en la Crítica de la razón pura lo que llamó las ‘Antinomias’ de la razón pura, que no son más que proposiciones lógicas que se pueden oponer (Primera Antinomia) como estos dos juicios:

    El universo no tiene comienzo,

    frente a:

    El universo comenzó el día cero

    ,pero cuya verdad o falsedad no podemos resolver, porque están más allá del alcance de la razón humana para conocer.

    Es decir, herr Kant nos deja en ascuas.

    ––––––––

    Amanecer de las ideas

    En el Libro primero de las "Vidas, dogmas, apotegmas, etcétera, de los más ilustres filósofos griegos del romano Diógenes Laercio (Traducción de José Ortíz y Sáinz, editorial Gredos, Madrid, 2017 colección Biblioteca Clásica) se predica la opinión de Soción, que en el libro de las Sucesiones" sostiene que la filosofía nació en Oriente, de magos, caldeos y persas; de los gimnosofistas indios que descreen de los simulacros hechos de metal que otros pueblos adoran como dioses; y de los druidas, tanto siloduros como semnoteos.

    Los egipcios —según Diógenes Laercio— enseñaban que Vulcano, hijo de Nilo, fue quien inició la filosofía. Fijaban un calendario original que databa la cuenta de 48.863 años entre Vulcano y la llegada de Alejandro Magno. No sabemos a qué entidad llamaban año estos nilotas, ni siquiera sabemos si se trata de ciclos solares o lunares, aun así, me sobra Vulcano, nombre romano para Hefesto, el dios herrero que figura perdido entre el Nilo y el desierto feroz. Agregó que los egipcios ya sabían que el mundo fue creado, que es corruptible y esférico.

    Un tal Ecateo enseñaba que los egipcios también ya sospechaban que el universo proviene de una única materia, y que los gimnosofistas indios aseguraban que el alma es inmortal, vaga de cuerpo en cuerpo durante ciclos que duran 3500 años, que ellos lo sabían de los magos caldeos. Y que de ellos provienen los judíos. Y en otro párrafo, Diógenes Laercio comenta que Soción ya había aprendido de los magos persas que resucitaremos después de la muerte porque somos todos inmortales y la muerte no es más que una estratagema que usan los dioses para probar nuestra templanza.

    Obstinadamente nuestro Diógenes Laercio discute y combate estos chismes, asegurándonos que el pensamiento filosófico nació en Grecia con Museo, que era ateniense y escribió De la Esfera donde por vez primera se enseñó que todas las cosas proceden de una única Esfera que originó todo el universo, y que todo el universo volverá a dicha Esfera en el final. De esa doctrina arranca Anaxágoras para enseñar que todas las cosas fueron criadas a un tiempo, y la mente divina las puso en orden. Un párrafo más adelante Diógenes Laercio avisa que la Filosofía es de origen griego y hasta su nombre así lo confirma. Otros escritores atribuyeron el origen del pensar al tracio Orfeo, que murió despedazado por ménades furiosas, como el rey Penteo en Las Bacantes de Eurípides.

    La Jonia del amanecer estaba en tierra asiática, inquietada por el contacto de ideas de los egipcios, indios, caldeos y persas.

    Tierras de intenso tráfico mercantil.

    El comerciante oriental se afanaba en el duro trajín del día y por las noches acostumbraba cenar en rueda, intercambiando noticias e ideas con otros colegas, viajantes y cambalacheros. Un pensamiento que se ha inculcado en un mercader llegará lejos, como las semillas del fresno, que se arrancan del gajo para aventarse en la lejanía empujadas por los céfiros. Así viajó la fe del islam en sus inicios después de la hégira del año 622. En esas ranchadas nocturnas, frente al desierto áspero, a la luz de la luna cuya pálida lumbre ahonda los espíritus, estos parcos mercaderes recibían las fábulas filosóficas y se encargaban de diseminarlas, volviendo a contarlas en otras noches, en otras rondas, en otros arrabales de otras ciudades donde las carpas se tendían hospitalarias para el café, la carne, el pan de centeno y las especulaciones de milesios y jonios que se invocaban ceremoniosamente en esas misas paganas.

    Los primeros filósofos pueden ordenarse arbitrariamente, ya que la naturaleza solo dispone orden en lo individual, raramente en forma colectiva; y una de estas taxonomías propone reunirlos en este esquema o propósito.

    Un primer grupo de milesios con Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras y los pitagóricos.

    Un segundo grupo de eleatas donde militaron Parménides, Zenón, Meliso y Jenófanes.

    En un tercer grupo hallamos a Heráklito de Éfeso que reflexiona en soledad.

    Un cuarto grupo está ahíto de mecanicistas que se ocuparon de indagar los secretos de la materia física del mundo:  Anaxágoras de Clazomenes, Empédocles de Agrigento y Arquelao.

    Después, en un quinto grupo alistaron los atomistas Demócrito y Leucipo.

    En un sexto grupo,

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