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Bichos
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Libro electrónico94 páginas

Bichos

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En este bestiario o zoológico particular, Torga construye todo un
universo de historias y alegorías a partir de catorce relatos protagonizados en su mayoría por animales que se enfrentan a la naturaleza, al hombre o a Dios. Los bichos de Torga son bichos corrientes, los que pueblan el campo portugués y el español, pero en sus historias viven, hablan, piensan y sufren como humanos. Rescatando la tradición de las leyendas lugareñas y con un sorprendente andamiaje imaginativo y poético, Torga despliega ante nuestros ojos una enciclopedia animal que el buen lector encontrará extrañamente humana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2023
ISBN9788417951474
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    Bichos - Miguel Torga

    NERO

    Se encontraba cada vez peor. Ahora ni siquiera podía sostener la cabeza. De modo que la reposó en el suelo, lentamente. Y así se quedó, estirado y flojo, esperando. Ya se había despedido de todos. No le quedaba otra cosa en la Tierra que morir tranquilo y dignamente, como otros habían hecho antes que él. Por supuesto, excusaba soñar con un entierro hermoso, como muchos que había visto, en un ataúd con galones dorados, acompañado por todo el pueblo… Eso era solo para los humanos, ricos o pobres. Él únicamente tendría una triste fosa en el patio trasero, bajo la higuera tempranal, el cementerio de los perros y los gatos de la casa. Y, gracias a Dios, ¡se pudriría a dos pasos de la cocina! La burra ni siquiera tuvo esa suerte. Sus huesos aún relucían en los montes de Pedreira. Bajo la lluvia, la escarcha y el hielo. Hasta una liebre descarada había ido a anidar bajo la arcada de las costillas, de chanza. Pues sí, del mal, el menos… Ya que no aspiraba a nada mejor, prefería quedarse allí. Cuando fuera tiempo de higos, con la fresca, vendría el ama a consolar la barriga. Le gustaban los higos, a la vieja. Y se sentiría acompañado de vez en cuando. No es que le entusiasmara esa amistad. Ni mucho menos. La niña de sus ojos era la heredera, la hija, que lo acariciaba como a un niño. La vieja siempre lo había mantenido a distancia. Le daba un trozo de borona (se lo agradecía), pero luego lo echaba todo a perder: «¡Hala!». Y él se retiraba ceremoniosamente a su lecho. Solo la muchacha lo había calentado en su regazo cuando era pequeño, y luego, año tras año, le había permitido que se enroscara a sus pies junto al fuego del hogar, mientras la nieve, blanca y fría, iba cubriendo el tejado. El viejo también lo mimaba de vez en cuando. Si la vida le iba bien y volvía del trabajo con la frente desarrugada, le ponía la manaza en la cabeza, cariñosamente, y le prometía que pronto vendría el amo joven. Porque su verdadero amo era el hijo, que era médico y vivía muy lejos. Solo aparecía por casa en las vacaciones de Navidad. Pero entonces le pertenecía por completo. Los demás se limitaban a cuidarlo, a alimentarlo, para que el chico tuviera un perro cuando llegara. Pero, en el fondo, se consideraba propiedad de los tres: de la hija, del viejo y de la vieja. Con ellos había compartido aquellos ocho largos años de existencia. Con ellos había pasado inviernos, otoños y primaveras, en la paz de una familia unida. También apreciaba al otro, el señorito de la ciudad, por supuesto, pero las amistades ceremoniosas no iban con él. Lo que le gustaba era la voz cristalina del ama joven, la índole afable de la vieja y la mano callosa del viejo.

    —Dentro de nada tendrás aquí a tu amo, Nero…

    Le habían puesto ese nombre cuando llegó. Antes, donde había nacido, no le llamaban de ningún modo. Entonces solo era un pobre patán sin denominación, gordinflón, alocado, siempre agarrado a la teta de su madre, que le lamía el pelaje y lo devolvía al calor del lecho entre sus suaves dientes en cuanto lo veía alejarse. Y poco más. Cuando solo tenía dos meses, hizo ese largo y angustioso viaje en los duros brazos de un portador. Pero, nada más llegar, su nueva ama lo acogió con muestras de afecto. Caricias en el lomo, leche, sopas de café. Tanto que casi olvidó la dulce teta donde había encontrado la dicha hasta entonces, y a sus ávidos y obstinados hermanos.

    —¡Nero! ¡Nero! ¡Ven aquí, tonto!

    Al principio no lo entendía. Pero luego se dio cuenta de que el sonido siempre iba acompañado de borona, caldo o un trocito de tocino. Y al final acabó entendiéndolo. Nero era él. Y se adueñó de su nombre, tanto como del collar. Sobre todo después de que llegara su nuevo amo, serio, con aquellos ojos grandes. Apareció por la tarde, en un día frío. Lo había ido a esperar con el ama joven. Por supuesto, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que viniera alguien tan importante. La había seguido automáticamente, como hacía cada vez que la veía salir por la puerta. Se había acostumbrado a hacerlo desde los primeros días. Con el viejo no iba tanto. Y con la vieja, solo después de estar seguro de que se dirigía hacia la casa de Barrosa. En la caseta de los aperos del matrimonio vivía su gran amigo Fadista. Así que el paseo, con esa condición, merecía la pena. Mientras su ama escardaba el trigo, sachaba las patatas o azufraba las vides, él aprovechaba el tiempo en la era, de jarana con su compañero. Pero, si ella tomaba otro rumbo, buen viaje. Con la joven, sí. Olfateando su rastro, había llegado a conocerse el pueblo de lado a lado. Hasta iba a misa los domingos, cosa que ningún perro hacía. Se acurrucaba a su lado y se quedaba quieto mirando cómo el cura, que llevaba faldas, hacía gestos y decía cosas que nunca pudo entender. Después de una de esas ceremonias fue cuando el doctor llegó a casa. Todo arreglado, todo un lord. Cuando vio a aquel señor besando a la chica, le lanzó un ladrido, por descargo de conciencia. Y entonces el desconocido se lo quedó mirando fijamente, chasqueó los dedos para incitarle a que lo obedeciera y le hizo un comentario:

    —¡Es bonito, el dichoso perro!

    Se puso todo orondo. Pero aquel hombre se perdió enseguida con preguntas a su hermana, saludos a quienquiera que estuviese allí, y no volvió a fijarse en él. No tuvo más remedio que seguirlos a distancia, con un resentimiento provisional. Cuando llegó a casa, fue directamente al corral. Esperó allí un buen rato, devorado por la ansiedad. Por fin, el recién llegado lo llamó desde el fondo de la sala:

    —¡Nero! ¡Ven aquí!

    Estaba tomando posesión de él. Aquella voz tenía un timbre especial que le hizo estremecerse. Por primera vez sentía que realmente tenía dueño. No obstante, encontró fuerzas para quedarse acurrucado en la paja, callado, fingiendo dormir.

    Pero la orden volvió enseguida, más fuerte, más imperativa:

    —¡Nero!

    Se levantó. Subió los peldaños del cuartito y, humilde y desconfiado, se presentó.

    El tipo había terminado de cenar. En el plato donde había comido yacían, apetitosos, los restos del pollo pedrés que el ama vieja había decapitado a primera hora de la mañana. Aunque aquel desgraciado era su amigo (incluso se le había posado en el lomo), se le hizo la boca agua al ver aquellos huesos descarnados. Miserias… El invitado, sin embargo, en

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