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Apolo y Dafne: El Cielo y la Tierra, #1
Apolo y Dafne: El Cielo y la Tierra, #1
Apolo y Dafne: El Cielo y la Tierra, #1
Libro electrónico347 páginas16 horas

Apolo y Dafne: El Cielo y la Tierra, #1

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Primer volumen de la saga "El cielo y la tierra", una inmersión en el mundo micénico, 1300 años antes de Cristo. La lucha de los sacerdotes de Apolo por conquistar los antiguos oráculos en la transición del matriarcado a la cultura patriarcal. El lujo de los palacios y las intrigas de la corte de Yolco, contra la servidumbre del pueblo. Una visión diferente de los mitos con el hilo conductor de una familia de pintores de frescos que recorrerá varios de los escenarios del mundo homérico.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 dic 2022
ISBN9798215506561
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    Apolo y Dafne - Jesús Delgado Vázquez

    APOLO Y DAFNE

    Para toda la gente

    apasionada por Grecia y su cultura.

    ÍNDICE

    1. El sueño de la Pitonisa

    2. Los cretenses

    3. La iniciación

    4. Apolo y Pitón

    5. La huida

    6. Criso

    7. Atamante

    8. En el valle del Tempe

    9. Coronis

    10. Alianzas

    11. La hora decisiva

    12. La vuelta

    13. El oráculo

    14. Infidelidad

    15. Tiempo de amar

    16. Condenada

    17. El veredicto de los dioses

    18. La partida

    19. Llegada a Yolco

    20. Asuntos de familia

    21. Los trabajos de un pintor

    22. Sacrilegio

    23. Alcímeda

    24. El triunfo del sol

    25. Jasón

    26. Laodicea

    27. Un viaje

    28. Iyari

    29. El tiempo pasa

    30. La noche sobre Yolco

    31. Un acto de dignidad

    ACERCA DEL AUTOR

    SAGA El CIELO Y LA TIERRA

    ENLACES

    PRIMERA PARTE

    1. El sueño de la Pitonisa

    Temis, suma sacerdotisa del santuario de Gea en las estribaciones del monte Parnaso, contempló la salida de la diosa lunar por el este, en su fase más esplendorosa. Selene, madre y llena de luz, en uno o dos días comenzaría su periplo hacia la decadencia de la luna menguante. Entretanto, en un círculo perfecto, blanqueaba con sus rayos las inmensas moles de las Fedríades, los dos picos en cuya base dormitaba el santuario de otra diosa madre, la de muchos nombres, Hera, Rea, Gea y siempre el venerado de Potnia, la Señora.

    El espectáculo nocturno, con los montes gigantes iluminados, sobrecogía. Su silencio solo estaba roto por el casi inaudible murmullo del arroyuelo que, procedente del manantial de la fuente Castalia, a unos trescientos metros del santuario, bajaba hasta encontrar al rio Pleistos, en lo más hondo de la abismal barranca.

    La sacerdotisa penetró en la pequeña capilla donde la sagrada imagen de madera representando a la Gran Madre de senos y caderas abultados, emblema de su fertilidad, reposaba en un trono con sus brazos apoyados sobre sendas figuras de leopardos, toscamente tallados. Acomodó las vestiduras del xoana y ajustó el hermoso collar de piedra verde pulida, arrancada de la gruta oracular. Luego tomó una lamparilla de aceite y acercó el pábilo al fuego de la antorcha que alumbraba el recinto, repitió la operación con otra luminaria y depositó las dos lamparitas encendidas al pie de la imagen.

    Esta noche le correspondía a ella la primera guardia del santuario, mientras las demás jóvenes sacerdotisas disfrutaban del sueño en las viviendas aledañas. Temis salió de nuevo al porche, bajo el corto techado sostenido por dos columnas de madera y se sentó en un rústico taburete de tres patas, apoyando su espalda cansadamente en el sencillo muro de adobe encalado, junto al dintel de la puerta.

    En estos últimos tiempos, las noticias traídas por los peregrinos que venían a consultar el oráculo no eran muy tranquilizadoras. Había movimientos guerreros en muchas zonas de la región, príncipes y señores buscando establecerse y acotando sus territorios, imponiendo, además, nuevos dioses mientras relegaban a los antiguos. Estos pensamientos agobiantes la llevaron a echar otra mirada a su amada diosa a través de la puerta abierta. ¿Qué depararían los Hados en el futuro a su querido santuario?

    La Pitonisa inspiró profundamente el aire de la noche. Al día siguiente les esperaba un día fatigoso, pensó. Subir hasta el centro oracular de Coricia en procesión llevaba, normalmente, tres horas y media o cuatro, pero el traslado a la gruta era inevitable. Toda iniciación de una nueva pitonisa debía hacerse en la cueva sagrada, donde la presencia de Gea era más palpable e inquietante. Y para ella había llegado el tiempo: tenía ya veinticinco años y sentía sus deberes para con la Gran Madre bien cumplidos. Ahora le correspondía a una nueva Pitonisa ejercer el don de la profecía. Una joven pura e inocente de quince primaveras, como su pupila Febe, quien no sabía aún de los oscuros apartamientos en el bosque de laureles, donde otras de sus compañeras, con el regocijo de la diosa de anchas caderas, ofrecían sus encantos a cualquier excitado pastor. Siempre había alguno acechando entre la floresta de laureles que rodeaba el fresco remanso de la fuente Castalia, en cuyas aguas todas las jóvenes del colegio sacerdotal se bañaban desnudas con frecuencia.

    Negros nubarrones comenzaron a cubrir lentamente la luz de Selene y la oscuridad se dejó caer sobre el valle y la montaña. El cansancio volvió a hacer mella en la conciencia de la Suma Sacerdotisa y apoyando su cabeza en el muro, cerró los ojos sin poder evitar que su alma volase junto a Morfeo. Y entonces la Pitonisa tuvo un sueño.

    Soñó que toda la ladera donde se asentaba la aldea, a unos quinientos metros del santuario, se tornaba monumental, cubierta de hermosísimos templetes de piedra y pedestales que soportaban bellas estatuas marmóreas haciendo palidecer a los toscos xoanas de madera de roble a los cuales estaban acostumbrados. Infinidad de tesoros y ofrendas se acumulaban en el interior de esas decoradas capillas, ríos de oro convertidos en artísticos objetos como escudos grabados, armas, vasijas exquisitas, trípodes o incensarios.

    Y arriba, en lo alto, se mostraba un grandioso templo con su columnata exterior y dos frontones ricamente decorados con extrañas escenas. Un inmenso gentío se amontonaba frente a las grandes puertas cerradas o se desperdigaba a lo largo de la pendiente, curioseando y admirándose ante aquella riqueza ofrecida a sus ojos. Gentes venidas de toda la Hélade y aún de países extranjeros, llegaban al lugar tras viajes agotadores para conocer el futuro que les aguardaba, ya fuesen humildes campesinos, embajadores de reinos lejanos o representantes de ciudades pequeñas y grandes.

    De pronto se abrían las puertas a fin de dar paso a los primeros consultantes. Para Temis, en su sueño, todo era irreconocible. No existía ya la acogida de la madre tierra en el vientre hueco y oscuro, pero familiar, de la gruta sagrada. En el interior del gran templo iluminado por antorchas, sentía que la llevaban hombres ornados con túnicas que se presentían sacerdotales y la hacían beber agua de la fuente Casiotis, la que surgía más arriba de la aldea. Después se escuchaba desvaídamente una orden para llevarla al aditon y se veía, tras descender unos escalones, en un reducido espacio donde la esperaba un alto trípode. Bajo este se apreciaba un hondo agujero. Un sacerdote quemaba en él, beleño, incienso y láudano mientras el ambiente empezaba a cargarse de humos y aromas, llenando de niebla la mente de la Pitonisa. Masticar hojas de laurel ayudaba al efecto de alucinación y así entendía por qué estaban subiéndola al trípode y asentándola, bastante incómodamente, pero de forma segura en él, pues de lo contrario se hubiese derrumbado en el suelo.

    Afirmada en las asas del trípode, notaba su conciencia cada vez más embotada e inmanejable. La sombría estancia, donde destacaba la alta estatua de un dios desconocido para ella y un raro óvalo de piedra sobre un sarcófago, contribuían a crear una atmósfera de pesadilla, solo aliviada por una estrecha chimenea en el techo que dejaba salir algo de la humareda interior. También facilitaba la entrada de algunos tímidos jirones de luz, los cuales incidían sobre las hojas algo mustias de un pequeño laurel plantado en el mismo suelo terroso de la celda, única parte no enlosada del templo.

    Separada de todo esto, una sombra, seguramente el consultante, esperaba tras una cortina. La Pitonisa, ya en trance, fuera de control, se removía en el trípode, obnubilada, pronunciando frases incoherentes que alguien anotaba en una tablilla. Su estado de desconexión mental era cada vez más agudo y sus movimientos más frenéticos hasta que, de pronto, unas manos sacudieron sus hombros y Temis despertó.

    Frente a ella estaba una de las sacerdotisas, Agláe, la mayor de las iniciadas, algo inquieta viendo cómo la Pitonisa aún temblaba tras su brusco despertar.

    —Es la hora, Temis, me toca el relevo —musitó Agláe.

    La Pitonisa miró en derredor como dudando de encontrarse ya en el mundo real. Pero la aldea dormía aún en la ladera. El bullicio, los hermosos templos, las relucientes ofrendas, el tropel de adoradores, todo había desaparecido y el silencio reinaba de nuevo. Selene tornaba a derramar su blanca luz sobre el paisaje.

    Agláe volvió a hablar.

    —Te quedaste dormida. ¿Acaso has tenido un mal sueño? Te agitabas como poseída...

    —He tenido una terrible pesadilla —contestó Temis, secándose el sudor de su frente.

    —Cuenta —pidió su compañera, sonriendo para darle confianza—. Mi madre era una gran intérprete de sueños y yo he heredado ese don...

    —Es difícil describirlo —respondió la Pitonisa—. Todo parecía muy hermoso, como si nuestro santuario y nuestro oráculo fuesen conocidos en todo lugar, hasta más allá de la Hélade. La ladera al completo, en el lugar de la aldea, estaba edificada y adornada con bellos templos y estatuas. De todos lados venía gente a consultarnos...

    —¡Pero eso es una bendición de la diosa! —interrumpió Agláe— ¡Significa que los hados nos serán favorables y nuestro oráculo va a crecer hasta ser famoso en toda la Hélade...!

    Sin embargo, la impulsiva joven se calló al observar la expresión sombría de la Pitonisa.

    —No, Agláe, la diosa no estaba. En su lugar un dios extraño y unos sacerdotes fríos y dominantes me obligaban a realizar extraños rituales. No quiero pensar en un futuro como ese —acabó Temis, con un estremecimiento.

    —No te tortures más —aconsejó la joven discípula—. Habrá sido un sueño retorcido de Fobetor, el maldito hijo de Hipnos. Ve a descansar, mañana es un día importante para todos. Tenemos peregrinos alojados y en la aldea se han quedado sin aposentos. ¡Será una gloriosa procesión a Coricia!

    La aurora ponía un tinte rosado en el horizonte mientras la alegría y el alboroto comenzaban a reinar entre las jóvenes iniciadas, las cuales ya se levantaban tras el reposo nocturno. Con ellas se incorporaban también algunos oferentes que habían pasado la noche en las dependencias del santuario destinadas a hospedería. Generosas ofrendas y regalos irían a parar de sus manos al recinto trasero de la capilla, donde nadie se atrevería a hurtar las posesiones de la Gran Madre.

    Mientras las demás se tomaban un tazón de leche con higos, preparándose para una dura caminata, Melisenda, la encargada de las provisiones disponía, en una cesta de mimbre mediana, los panes de cebada, el queso y otras viandas para cuando llegasen a la cumbre. Habría mucha gente a quien atender, aunque ellos también traerían sus aportaciones. Viendo acercarse a Polites, que llegaba desde la aldea con un saquito a la espalda y azuzando un cordero de buena talla, se adelantó a saludarlo.

    —Les dejo este saco de chícharos para la diosa, bendita sea —dijo el labriego. Y luego, señalando al cordero—: A este lo sacrificaremos arriba.

    —¿Por qué se molestó con los guisantes? —le sonrió la iniciada—. Pero bien está, la diosa se lo agradece.

    La gente comenzaba ya a cubrir el gran espacio aterrazado donde se situaban los pocos edificios del santuario. La mayor parte venían de la aldea, pero también del asentamiento del suroeste, en la cumbre que vigilaba toda la llanura hasta Itea. Acudían cargados de presentes destinados tanto para la diosa como para la manutención de su colegio de sacerdotisas: harina de trigo o cebada molida manualmente, aceite perfumado para las lámparas de la capilla o para el baño y también puro para el consumo, higos secos, miel, especias, vino, en fin, había tanto para recoger que Melisenda, la despensera, no daba abasto. Ya empezaba a agobiarse y algunas de sus compañeras acudieron para ayudarla.

    También se veían gentes de Ámfisa y de Itea. Sin embargo, quienes vivían en el valle al pie de la ladera oeste del Parnaso esperarían a la comitiva allá en lo alto, en las cercanías de la gruta. Aquí abajo, la mayoría de los procesionantes se estaba congregando alrededor de Febe, la novicia que iba a ser iniciada, no solo como sacerdotisa de Gea, sino también como profetisa de la diosa.

    Temis, seguida de Agláe, irrumpió en el alegre coro, despejada tras unas horas de sueño reparador. Las sombras de la pesadilla nocturna parecían haber desaparecido de su rostro. Sonriendo, hizo una clara advertencia a todos los presentes:

    —¡Que nadie se atreva a situarse en la santa procesión sin haber hecho sus abluciones en el agua consagrada de la fuente, aunque esté fría a estas horas de la mañana!

    La multitud acogió con risas y bromas la orden, mientras surgía una invitación unánime del gentío:

    —¡A Castalia! ¡Todos a Castalia!

    Así, en alegre tropel, los jóvenes y adultos comenzaron a cubrir los trescientos metros hasta el abundoso manantial que surgía al pie de las Fedríades, secundados por las carreras de la chiquillería. Entre tanto jolgorio, nadie pudo advertir, por tanto, las velas de varias naves oscuras que empezaban a despuntar en el horizonte marino, dirigiéndose a la bahía de Itea.

    2. Los cretenses

    Quien echase un vistazo a la flotilla que se acercaba a las costas focenses, debería apreciar que no se trataba de una fugaz incursión pirática. Eran diez barcos de unos cuarenta metros de eslora, con mástil y una gran vela, repletos de hombres. En cada uno, ciaban cuarenta remeros distribuidos igualmente en ambos lados de la cubierta y sobre esta, otros veinte guerreros de caras duras se ocupaban en mantener tranquilos a los caballos, afilar sus espadas y lanzas, ajustar sus arcos o asegurar la estabilidad de los escudos, ruedas y armazones de carros amontonados lo mejor posible en el poco espacio libre.

    Si, además, ese alguien pudiese escuchar la conversación entablada en el castillete de proa de la nave capitana, entre el príncipe Criso y su lawagetas Dakeru, se daría cuenta en seguida de que aquella era una expedición de conquista.

    —Foco estaría orgulloso si te viese llegar ahora —exclamó Dakeru, jefe del ejército de Criso. Era un corpulento personaje de mediana edad, barbado, de rasgos duros y curtidos, con algunas guedejas entrecanas cayendo sobre su cuello.

    —Mi padre dio el nombre de Fócide a esta tierra, pero no pudo asentar su soberanía —respondió el príncipe—. Esa tarea me corresponde a mí y, por Zeus, que voy a llevarla a cabo.

    Criso, cuya edad frisaría en unos 35 años, había hablado con determinación. Rubio, musculoso y bien formado, se adivinaban las horas pasadas en la palestra de Cnosos, allá en Creta, entrenando con sus compañeros de la aristocracia micénica, los descendientes de aquellos aqueos que le devolvieron la afrenta al rey Minos conquistando su palacio, el mítico Laberinto e instalándose en él. Criso se sonreía aún, recordando los miedos de su infancia cuando correteaba por los incontables pasadizos y habitaciones del complejo palaciego, en unión de sus jóvenes amigos, siempre esperando ver surgir tras alguna esquina la testa cornuda del feroz Minotauro de los cuentos.

    Ahora se mostraba preocupado por la conducta que los locrios de Ámfisa adoptarían frente a su llegada, aunque los informes eran tranquilizadores.

    —Deberíamos desembarcar algo más al oeste de Itea, pues seguramente los amfisanos tendrán sus barcos varados allí. Nos conviene más Cirra, la aldea en la desembocadura del Pleistos...—le sugirió a su lawagetas.

    —No es mala idea — repuso este—. Itea es utilizado como puerto por los de Ámfisa y podrían pensar que traemos intenciones hostiles si nos ven llegar a ese lugar. Y no nos conviene un enfrentamiento con ellos. Los locrios no han manifestado interés en el llano frente a la bahía, tienen bastante con su amplia llanura. Y nosotros no pensamos disputársela, debemos dejárselo bien claro.

    —Ese otro llano por donde corre el Pleistos será nuestro, Dakeru. Según los informes está indefenso y solo hay dos aldeas insignificantes: una se alza en la colina que lo guarda y la otra es la del santuario de Gea.

    Dakeru soltó una risotada brutal al oír la mención del santuario.

    —He visto pocos fanáticos como Apolonio, los dioses me perdonen —continuó entre risas—. Ese sacerdote de Delos que nos sigue en la nave de atrás quizá no ha estado con una mujer en toda su vida y no sabe lo que se pierde...Odia las licencias que se permite la diosa de...—aquí hizo con los brazos un gesto de abultamiento— grandes senos...

    —Cierto —acompañó en las risas Criso a su general—, las únicas diosas que adora son Artemisa y Atenea, vírgenes ambas. Y viene decidido a instalar aquí el culto de Apolo, el dios de la luz, según pregona, frente a la oscuridad de las cuevas de Gea. Y en eso estamos de acuerdo, no soporto a los repelentes animaluchos de la Gran Madre, esas serpientes viscosas. En Cnosos ya quedamos hartos de ellas y de sus sacerdotisas, son peor que la peste. ¡Por Zeus, cuánto nos costó acostumbrar a los lugareños a la adoración del gran padre de los cielos, pero ya hemos aprendido como tratar con las matriarcas y sus infames adoradores de las cuevas!

    Una ola mayor que las otras los izó en su cresta y luego los dejó caer con cierta violencia sobre la hondonada acuática, interrumpiendo la conversación. El movimiento los desestabilizó de manera momentánea y cesaron en sus risas, supersticiosamente preocupados. ¿Se habría ofendido la Gran Madre? Con los dioses siempre era aconsejable observar precauciones.

    Sin embargo, pronto el optimismo volvió a reflejarse en sus caras. Una gran algarabía se escuchó, surgiendo de toda la marinería:

    —¡Los delfines! ¡Nos siguen los delfines!

    Era cierto, decenas de aquellos mamíferos dejaban oír sus extraños graznidos mientras saltaban siguiendo las estelas de las embarcaciones. Sus lustrosos lomos espejeaban con la luz diurna de una forma deslumbrante. Era un buen augurio y Criso y Dakeru se miraron, sonriendo esperanzados. El sol estaba ya bastante alto y la playa se encontraba muy cerca.

    Unas horas antes, en la fuente Castalia, la alegría se mezclaba con la tristeza. Muchos campesinos y matronas de las aldeas rodeaban a Temis, lagrimeando al ver cómo su vidente oracular iba a retornar a una vida sencilla y la tomaban de las manos conmiserativamente, con apesadumbrados movimientos de cabeza. Ella les recordaba que no iba a irse a ningún lado, pero era inútil, solo se les iluminaba el rostro cuando se trasladaban al otro corrillo, donde las iniciadas estaban coronando de flores a Febe, la novicia destinada a ser la nueva Pitonisa.

    La jovencita de quince años aparecía hermoseada entre tantas galas, con la larga túnica cubriendo su esbelto cuerpo. Un leve sonrojo teñía sus mejillas al sentirse el centro de atención de la muchedumbre. La acosaban a felicitaciones y a besos, ahora que todavía podían tratarla con cierta familiaridad, pues unas horas más tarde les impondría un mayor respeto.

    Al fin, todos los procesionantes dieron por cumplidas sus abluciones, dejaron atrás la fuente y emprendieron la ardua subida de la cuesta. Esta comenzaba en lo más alto de la aldea y llevaba a la meseta que coronaba la primera de las Fedríades. El sendero zigzagueaba a lo largo de la montaña y en ocasiones se estrechaba y resultaba una ascensión peligrosa, pero todos estaban acostumbrados a caminar aquellos montes, a pastorear o atrapar las cabras salvajes que pululaban en ellos y poseían piernas fuertes habituadas a las largas caminatas.

    Entre bromas y frecuentes tragos a los pellejos repletos de vino aromático, llegaron al fin a la cumbre sin serios incidentes, aunque uno de los carneros destinado al sacrificio estuvo a punto de despeñarse. A partir de ahí el camino no ofrecía la acusada pendiente que habían dejado atrás. La vuelta sería mucho más cómoda, ya en la tarde, pues la previsión era pasar todo el día en la gruta y sus alrededores.

    Ahora debían recorrer unos tres kilómetros hacia el norte antes de derivar al este para cruzar la quebrada y llegar a un fresco manantial situado a unos 800 metros de la gruta. Entre un paisaje primaveral plagado de arbustos olorosos como la hierbabuena y el tomillo, cuajado de gladiolos, anémonas, lirios y tulipanes, se escuchaban sin cesar los cánticos e himnos de los procesionantes. Las educadas voces de las sacerdotisas, maestras en el canto y la poesía guiaban a los más rudos campesinos, quienes se esforzaban en seguir sus notas.

    Por fin, llegando al manantial al pie de la colina donde se encontraba la gruta, se produjo la desbandada, con los niños en cabeza. Después de tres horas de marcha, el sol empezaba a calentar con fuerza y las gargantas apetecían el fresquísimo líquido que brotaba entre unas rocas. Saciada la sed comenzaron el sendero de subida hasta la gruta, situada en la mitad de la ladera. Desde allí podían ver otra columna de peregrinos procedente de las aldeas del valle y la cara oeste del Parnaso, hermosamente nevado todavía. Los dos grupos no tardaron en coincidir en la explanada frente a la cueva. La negra boca triangular de la sagrada sima parecía aguardarles y un murmullo cargado de religiosidad y hasta temor recorrió a la multitud, detenida y jadeante.

    Eumenes, un servidor del santuario, salió de la humilde choza donde tenía su habitáculo, a un costado de la oscura entrada. Durante el último mes había dormido allí, vigilando por si algún bandido intentara robarle a la diosa sus ofrendas, y ahora acudía a recibir a la comitiva, la cual llegaba con la Pitonisa en cabeza. El sirviente se inclinó con respeto ante Temis, esperando una palabra de la suma sacerdotisa.

    —¡Salud, Eumenes! —exclamó esta cordialmente—. Te doy las gracias por tu fervor y paciencia. Sé que la estancia en estas soledades es algo duro, aunque estés acompañado de la diosa, pero desde hoy serás relevado.

    —Sois muy generosa, ama —repuso Eumenes—. Pero he cuidado del oráculo con amor y mucho agrado...

    —Lo sé —contestó la Pitonisa—. Y dime, ¿ha habido algún incidente? ¿Todo está en su sitio? ¿Y mi Pitón? ¿La has alimentado bien?

    —Muy bien, mi señora —afirmó el sirviente—, pero ya se me han terminado los ratones...

    Aquella última aseveración fue acogida con una sonora carcajada por todos los presentes, ya más descansados y dispuestos a comenzar con las ceremonias. La iniciación iba a tener lugar a continuación en el oscuro recinto sagrado que los esperaba como si realmente fuese el primigenio vientre de la Gran Madre.

    Un poco antes, los cretenses avistaron la desembocadura del río Pleistos. La primavera aún florecía y el ardor del verano no había menguado su cauce. Los pilotos, con sus largos remos en la proa haciendo de timón, embocaban los impresionantes espolones hacia la playa libre de obstáculos. Los mascarones, semejando leones o grifos, parecían morder la traviesa de la quilla y solo bastó un esfuerzo más de los remeros, animados por el rumor de las olas rompiendo, para que se escuchase el sordo estrépito de la madera encallando en la arena, una y otra vez, nave tras nave.

    La playa aparecía desierta. Los escasos habitantes de las pocas casuchas de pescadores al borde de la desembocadura habían dejado sus botes y sus redes al sol y se habían refugiado en sus viviendas, aterrorizados. Hacia el oeste, en una de las colinas cercanas al puerto de Itea se encendió repentinamente una fogata. Un claro aviso para los de Ámfisa de la llegada de invasores.

    Estos no se preocuparon de tal hecho. Unánimemente, los remeros saltaron al agua y salieron a la orilla, dedicándose a anudar cuerdas en los salientes de las naves para empezar a jalar fuertemente de ellas. Otros empujaban la popa de las embarcaciones y no tardaron todas las naves en estar fuera del agua, varadas en la arena.

    Los veinte guerreros de cubierta de cada barco se habían colocado ya sus protecciones, sus túnicas de lino grueso con delgadas placas circulares de bronce cosidas, sus muñequeras y abrazaderas, escudos, grebas, sus

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