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La Llamada del Águila: Una Nueva Cruzada
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La Llamada del Águila: Una Nueva Cruzada
Libro electrónico366 páginas6 horas

La Llamada del Águila: Una Nueva Cruzada

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En medio a la crisis económica causada por la implementación de la agenda globalista en su país, el granjero Thomas Walsh intenta preservar el legado de su familia mientras observa el derrocamiento moral de una sociedad de infinitos derechos, que considera a los patriotas tan peligrosos como al dióxido de carbono y garantiza la vida de los más perversos criminales mientras la niega a inocentes bebés, nacidos o no. Cuando un inocente más es confiscado por el gigante Estado, Tom embarca en un viaje sin regreso en busca de la Verdad, acompañado por un excéntrico grupo de amigos de opiniones prohibidas que, al luchar por la libertad de toda la sociedad, pone en juego la suya propia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 nov 2022
ISBN9786580387236
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    La Llamada del Águila - Dimitri Marconi

    ADVERTENCIA DE ACTIVACIÓN

    Los personajes presentes en este libro son ficticios en su totalidad, al igual que todos los nombres, lugares, acontecimientos, estadísticas, siglas y teorías. SE TRATA DE UNA OBRA DE FICCIÓN Y CUALQUIER PARECIDO CON LA VIDA REAL ES MERA COINCIDENCIA.

    Sin embargo, aunque es un libro de ficción, y a pesar de que el autor sabe que es difícil prever qué temas son sensibles o no en una obra literaria, él entiende que EL CONTENIDO DE ESTE LIBRO ES CAPAZ DE GENERAR UNA GRAN INCOMODIDAD O SUFRIMIENTO, YA QUE SE RETRATAN ALGUNOS PASAJES CON TEMAS PERTURBADORES DE FORMA DESPOJADA Y CRUDA. De esta manera, se ha introducido la Advertencia de Activación para permitir que el potencial lector elija si leer esta obra, de acuerdo a lo que esté dispuesto. Antes de decidir si leerla (o no), el lector debe saber que HAY ESCENAS FUERTES QUE REMITIRÁN A TEMAS COMO EL RACISMO, EL SEXISMO, EL DERECHO AL ABORTO, LA AGRESIÓN Y OTROS.

    Por lo tanto, quien considere la comodidad un derecho universal deberá, sin duda alguna, seguir por la izquierda, cerrar el libro y, ¿por qué no?, quemarlo. En cambio, quien esté abierto a cuestionamientos, poniendo la búsqueda de la verdad en la cima de su lista de prioridades, está invitado a seguir por la derecha. Hágalo, sin embargo, bajo su propio riesgo, y ABANDONE LA LECTURA ANTE LA PRIMERA SEÑAL DE INCOMODIDAD PSICOLÓGICA, pues no se pretende que alguien experimente algún tipo de sufrimiento al leer esta obra.

    Si aun así el lector toma la decisión de dar vuelta la página, antes de hacerlo debe saber que incluso el autor sintió terror de muchas de las opiniones de sus personajes. Sin embargo, por ser un defensor intransigente de la libertad de expresión, no pudo censurarlos, pues ellos poseen vida propia en esta obra, y esta no ha sido escrita para los copos de nieve, sino para el selecto grupo de personas que aún creen que dos más dos es cuatro.

    ¡USTED HA SIDO AVISADO!

    I

    Orden de aborto. El niño nació sin autorización, el granjero Thomas Walsh oyó una vez más el grito de terror del pequeño Jimmy, arrancado de los brazos de su madre en cumplimiento de la ley. Pegó un salto de la silla, suspirando como un buzo que, sin su equipo, alcanza la superficie luego de varios minutos de exploración oceánica. Todos a su alrededor giraron levemente para averiguar quién osaba perturbar el ya tradicional ritual de espera en el Comité de Combate a los Cambios Climáticos, obligatorio para una gran parte de la población, los mortales.

    Tom no había podido dormir esa noche, no por culpa de su sofá, que sí era cómodo, sino por lo que había visto, hacía menos de veinticuatro horas, en la casa de campo de los York. Se sintió aliviado al ver que había sido centro de la atención por solo dos segundos; todos ya volvían de nuevo a sus ladrillos brillantes, adoración compartida apenas por la pantalla suspendida, ubicada a cuatro sillas adelante de Tom, quien no tenía nada en sus manos, salvo el formulario que presentaría en breve. Era como si estuviera acorralado por girasoles indecisos, cada uno con su pequeño sol en sus manos, sin saber si se alimentaba de este o del otro, todavía mayor, que todos allí compartían.

    El gran sol era apenas una pantalla para Tom. A su costado izquierdo, veía que aún debía esperar que atendieran a unas treinta personas; a la derecha, tomando la mayor parte del rectángulo, se transmitía el canal de noticias, informando que la famosísima actriz Angelina Black, que ya tenía tres hijos, estaba embarazada de gemelos, algo que Tom ya había escuchado en su radio por la mañana. A continuación, con mucho entusiasmo, el reportero festejó la instalación de veinte nuevas turbinas eólicas en una ciudad distante, con una sonrisa triunfante que tranquilamente podría usar para cubrir el fin de una guerra, con total rendición del enemigo. A Tom le parecía extraño el hecho de que su cuenta de luz aumentara constantemente, a pesar de ver con frecuencia inauguraciones como aquella. Con tantos nuevos puntos de generación de energía, ya sea por el viento o por el sol, ¿por qué él, que consumía menos, pagaba hoy el doble que el año pasado?

    Sintió que su estómago se congelaba cuando supo que un estudiante había sido acusado de abuso sexual en la Universidad Gore Lemon, donde residía su hija Greta. Las imágenes mostraron a un joven blanco escuálido, de pelo negro y sin señales visibles de la habilidad de cultivar una barba, que era llevado del campus por la policía; ya había sido expulsado de la institución, según el noticiero. A pesar de estar obviamente tenso por considerar momentáneamente la posibilidad de que su hija había sido abusada (largos segundos después, mostraron la víctima real), Tom tal vez fuera la única persona que veía eso sin condenar al joven; no porque fuera un entusiasta de la violación, pero probablemente era el único que no había golpeado el martillo y dictado su sentencia. La denuncia había sido hecha hacía pocas horas y, incluso así, en ese momento, cualquier juez a quien le llegara el caso ya tenía una decisión final tomada, quizá hasta firmada (tan solo faltaba poner la fecha del juicio). Tom, no obstante, desconfiaba de punta a punta de todo, aunque su llama de la duda se había debilitado mucho luego de la muerte de su esposa, Julia. Sus cuestionamientos se habían transformado en un mero escepticismo pasivo, señal de que tal vez el fuego no solo había menguado, sino que quizá se había apagado por completo. Esta era la gran preocupación de su amigo Andrew Knight, Drew, una de las pocas personas en la ciudad con ojos rojos brillantes. Él se acordaba cómo era su amigo hacía años atrás y quería que regresara; para eso, en dosis homeopáticas, intentaba exponer a Tom a la gran verdad.

    Extrañaba mucho a Greta, con quien no hablaba hacía más de ocho meses, cuando pasaron juntos Navidad en enero. Ansiaba el momento de tenerla cerca otra vez, ya con el diploma de Enología y Viticultura; como habitual, esa sombra del futuro hizo que su corazón se llenara de orgullo. ¡Tenía curiosidad de aprender con ella nuevas técnicas que ni era capaz de imaginar!

    Sin duda alguna esto aumentaría la productividad de la granja, ¡sería la salvación de su legado! Su traicionera línea de razonamiento restituyó entonces todas las complicaciones financieras, y el orgullo y la esperanza dieron paso a la angustia.

    Se levantó para caminar por el enorme salón, a fin de despistar sus pensamientos. Su metro y ochenta parecían un poco más por su delgadez, y el pantalón de jeans y la pesada bota no obstaculizaban su elegante apariencia. El salón principal del Comité de Combate a los Cambios Climáticos se había poblado con una docena de robustos pilares de mármol distribuidos simétricamente, contrastando con el tapete verde, que imitaba un césped de bajo corte. Junto a cada pilar había una gran maceta, cuyas plantas presentaban el mismo tono verde del piso. De pasada, acarició la planta más cercana, descubriendo que estaba tan viva como el césped que pisaba.

    Se formaban cinco pasillos frente a las sillas, cada una con varias cabinas de cada lado. Aquel edificio, tan solo una de las tantas sedes del comité, recibía todos los días a centenas de personas en busca de autorizaciones para las actividades que, hasta hacía algunos años atrás, se ejecutaban automáticamente, sin formularios ni sellos. Del lado opuesto a las cabinas, atrás de la legión de sillas, había cuatro ascensores lujosos que, cuando se abrían, gracias al revestimiento de vidrio, permitían la vista de la plaza. Al observar el entrar y salir de los burócratas, además de las excesivas lámparas de techo y las incontables computadoras, Tom intentó imaginarse cuánto le pagaba mensualmente el comité a la empresa de luz. Un niño que, con un vaso, recoge agua de un lado de la pileta y de inmediato la arroja del otro lado, ¿logrará notar alguna diferencia en el nivel del agua? ¿Y lo notaría si usa un balde? Mala suerte para Tom, él no nadaba en esa pileta, y era uno de los condenados a llenarla desde afuera.

    Siguió caminando despreocupadamente, para hacer tiempo. Al fondo, volvió a ver la maquinita de donde había sacado su seña dos horas antes, justo al lado del detector de metales y de los agentes de seguridad que supervisaban la entrada al suntuoso edificio. Mientras que la seguridad privada proliferaba, para proteger a unos pocos que podían pagarla, la policía era una especie en extinción. A la izquierda, se veían los pocos escalones que daban a la Plaza de la Diversidad, la principal de la ciudad. Pensó en salir por unos minutos mientras esperaba su número, opción esta elegida por muchos, ya que había un considerable número a menos de sillas disponibles que personas en la fila de la seña, e incluso él ya había hecho esto en varias otras ocasiones. En otras oportunidades, Tom ya había esperado en la plaza, en una silla, escorado en un pilar, en otro, e incluso sentado en un rincón del salón: tal vez hubiera agotado todos los abordajes posibles de esa visita tediosa, ya que era obligado a presentarse en el comité al menos dos veces por año, ya sea para solicitar sus cuotas anuales de combustible y carne roja o, como era el caso de ese día, renovar el permiso de utilización de las máquinas de la vinícola.

    Resolvió permanecer adentro esta vez, ya en breve debían de llamarlo, pensó. A la derecha de la seguridad, vio dos grandes puertas que no había notado antes, bajo un largo cartel que le recordaba una vidriera que había en su iglesia. Apretó los ojos, inspeccionando la imagen, que consistía en un hombre de unos sesenta años, piel y cabellos blancos, mirada profunda, casi angelical, sosteniendo un animal en sus brazos. Dado su aspecto, el cartel tal vez se hubiera camuflado por días en medio a los grabados que Tom solía ver en su iglesia, si no fuera por lo que estaba escrito en la parte inferior: ¿Cómo prepararte para un planeta seis grados más caliente? Conferencia de Albert Grimm, presidente del Comité de Combate a los Cambios Climáticos. 24 de diciembre a las 16h en el Auditorio Thunberg. La conferencia señalaría la apertura de una nueva edición del congreso anual organizado por el comité, que siempre se programaba, no casualmente, para los días 24 y 25 de diciembre. No alcanzaba con quitarles los niños a las familias en esta época; parte importante de la planificación estatal consistía en fomentar la competencia con fechas tradicionales como esta.

    Tom conocía a este hombre, que aparecía esporádicamente en algunos programas de televisión. Sin embargo, prefería informarse a través de la radio, donde ya lo había escuchado en múltiples ocasiones. Siempre que escuchaba las palabras de Grimm, se preocupaba con el futuro: no podía evitarlo, aunque su desconfianza habitual amortiguara parte del terror. Sin embargo, su atención en ese momento se dirigía al animal que Al Grimm sujetaba, no sabía si era un cordero o un ternero.

    Desvió su mirada hacia la plaza, a través del estrecho hueco entre uno de los dos vigilantes y el detector de metal. Al fondo, era posible ver la base de lo que alguna vez fue una estatua, pero ahora no era más que un solitario bloque de piedra con pintadas que no conseguía leer a esa distancia. Su visión frecuentemente se veía interrumpida por centenas de personas que caminaban cabizbajas de un lado a otro, cada una mirando un ladrillo fino que llevaba en las manos: los objetos brillaban, pero parecían esposas. Tan solo una de cada cincuenta personas que cruzaban la vista de Tom no arrastraban esa pesada bola de hierro; en aquel momento, posiblemente él era único en el edificio que no cargaba ese peso. Tenía la dicha de poder caminar con la cabeza erguida, realmente viviendo los lugares por donde pasaba, sin estar hipnotizado por el brillo artificial de sus grilletes.

    ¡Trescientos trece! ¡Trescientos trece! – una mujer de caderas gigantes se arrastraba por el tapete, solicitando la seña de Tom. ¡Aquí! – Hizo señales con el papel, se disculpó con la irritada señora y la acompañó a su ventanilla. Mientras se apretaba toda para entrar en la cabina, Tom puso el formulario a través del espacio entre el vidrio y el mostrador. Por unos minutos, al ingresar los datos del formulario que él había presentado, la vio castigar las teclas como si le hubieran hecho algo malo. Consideró que el número de géneros parecía haber aumentado aún más en relación a los formularios recientes, pero ya era un crack para completarlos, no como otras veces, cuando debió tomarse su tiempo: en los campos raza y género, bastaba seleccionar las únicas opciones que estuvieran escritas solo en letras minúsculas.

    Por fin, oyó que la impresora escupía su decisión, enseguida entregada por la gorda, que demostraba un aire de satisfacción. DENEGADO: este era el veredicto del sabio sistema. Analizando todo el papel, Tom torcía su mandíbula cubierta por una barba cerrada, tan grisácea como sus cortos cabellos, que apuntaban hacia arriba. ¿Qué quiere decir, señora? – preguntó tranquilamente, con cierto escepticismo. Denegado quiere decir que usted no ha aprobado – respondió en un tono condescendiente. No, eso lo entiendo. ¿Y qué? – intentó mantener la calma. Que usted no tendrá derecho a usar las dos máquinas, señor – apenas lograba esconder su mezquina alegría. ¡Pero si las compré tan solo hace tres años! ¡Aún están en excelente estado! – argumentó, según buscaba más hechos que podrían haber sido ignorados por engaño, a pesar de la perfección del sistema. Hacía tan solo dos meses que había pagado la última cuota del préstamo tomado para comprar esas máquinas; por eso, seguro era un malentendido. Esa decisión no es de mi competencia. Según el sistema, usted ya alcanzado la cuota de carbono disponible para su grupo, y la huella de carbono agregada de su empresa no admite más esta renovación. No hay nada que yo pueda hacer. Con permiso – saboreó cada palabra y bajó como una guillotina la pequeña persiana que había en cada cabina atrás del vidrio. Tom recordaba con exactitud el día en que había aprendido qué quería decir aquella palabra – grupo.

    El incrédulo Thomas Walsh esperaba muy poco del gobierno, pero incluso así lo habían tomado por sorpresa. No entendía cómo los dos tanques donde fermentaba el vino eran capaces de contaminar tanto el medio ambiente, al punto de su desactivación. Y si realmente hacían eso, ambos ya habían sido fabricados pocos años atrás, entonces, ¿acaso seguir usándolos sería realmente tan nocivo para la naturaleza? Quería hacerle estas preguntas a la señora, pero prefirió intentar tragarse la derrota al ver que ya se aproximaba uno de los vigilantes.

    Dejó el edificio todavía mirando el papel y, en vez de girar a la izquierda, donde encontraría su vieja pick-up, una elegante Ford F150, año 1984, siguió derecho, cabizbajo, hasta tropezar con el escalón que delimitaba la imponente base de la estatua que ya no estaba allí. Recordó la época en que se quitaron todos los monumentos del país por razones sanitarias. Aparentemente, eran agentes diseminadores del virus del racismo y el odio; él jamás había imaginado que tantos personajes importantes de la historia del país fueran racistas y fascistas. Cuando por fin alzó los ojos del papel a la base, pudo leer lo que decía en las pintadas y, por lo que decían aquellas palabras, pensó que los científicos quizá no estaban tan equivocados; realmente había mucho odio allí. Consideró que tal vez debieron además quitar las bases de las estatuas, para asegurarse de que se erradicaba tal virus.

    Sus ojos ya estaban libres del veredicto clavado en el papel, pero su mente aún era prisionera, entonces postergó el regreso al auto, pues una caminata lo ayudaría a organizar mejor sus pensamientos. Caminó hasta la avenida adyacente a la plaza y giró a la izquierda, intentando procesar pasado, presente y futuro. Sin embargo, algunos pasos después, aún sin conclusiones, su cuerpo se detuvo, aunque parecía que su cerebro no había le dado esa orden. Al mirar alrededor, reconoció la puerta roja: era el O’Briain’s, bar del viejo Aengus Ó Briain, amigo de la familia, a quien el abuelo de Tom había conocido luchando en la guerra de las guerras. Además de la puerta de madera, la fachada del bar contaba con un vidrio pringoso, con el nombre del bar en verde junto a un trébol de tres hojas; este dibujo se veía en un letrero a lo alto, que hacía mucho tiempo que Gus no encendía. La energía eléctrica ya era demasiado cara sin ese costo extra; que el bar funcionara era, en sí, una victoria para el viejo Aengus.

    Tom acostumbraba ir al bar con cierta regularidad, pero todos los que antes lo acompañaban ahora tan solo los guardaba en su corazón. Desde niño, iba con su padre y su abuelo, lo cual hacía que algunos clientes levantaran sus cejas. Si tan solo su presencia en ese lugar los perturbaba, ¿qué harían si supieran que Tom, con el permiso de sus padres, ya experimentaba los vinos de la familia? El O’Briain’s era el escenario de muchos recuerdos, lo cual hizo que él lo tachara de su vida luego de la pérdida de Julia, con quien iba al bar en especial durante la temporada de fútbol; no por él, que apenas entendía las reglas, sino por ella, a quien le encantaba este violento deporte, el eslabón más fuerte que tenía con su fallecido padre. Las cicatrices de la pérdida de sus ancestrales jamás desaparecieron, pero ya formaban parte de su piel. La muerte de Julia, sin embargo, había hundido muy profundamente un puñal en su pecho, y el corte aún sangraba.

    Mirando hacia el oscuro interior del bar, recordó las innumerables veces, en los últimos meses, que su amigo Drew lo había invitado a participar de las conversaciones que tenían; eran supuestamente densas y seguramente contrarias al actual gobierno, cuya sede era desconocida para Tom, pero que creía que se ubicaba al otro lado del océano. Tal vez era hora de juntarse a sus amigos nuevamente e intentar entender lo que tanto decían. Miró de nuevo el papel, pensando una vez más que había algo mal en todo eso. Cambió su rumbo, caminando dos cuadras hacia atrás, hasta ver el gran edificio del comité, cuya fachada era azul marino. Las puertas aún estaban abiertas; quién sabe si insistía encontrarían alguna falla en la evaluación de minutos antes… Caminó unos pasos en dirección al edificio azul, pero sentía el estómago revuelto. El edificio era un imán que ya no lo atraía, sino al revés. Sus células sentían rechazo a la construcción. En conjunto con los intestinos, su cerebro decidió participar del motín, proyectando en su mente la puerta del O’Briain’s, y agregándole un bello contorno brillante. Rehén de sus vísceras, Tom dio media vuelta y, en segundos, ya se encontraba otra vez frente a la puerta roja: sintió el calor generado por el regocijo ansioso de sus órganos. ¿Realmente allí había algo especial? ¿Es posible que haya luz? Y si existe… ¿Él la quería ver? En fin, tomando la situación por las astas, su mano derecha decidió dar por finalizada la indecisión.

    ¡Tommy! – una voz familiar le trajo inmediata satisfacción por la osadía de su mano. Era el viejo Aengus Ó Briain, el único que, desde la muerte de su abuelo, lo llamaba por ese nombre. Tenía en la cabeza un gorro de fieltro marrón oscura, con la parte central aplanada y una banda negra horizontal en su base. Miraba a Tom a través de las grandes lentes redondas de sus anteojos, que estaban sujetas apenas en su parte superior. ¡Gus! – exclamó, dándole un abrazo. ¿He pisado tu pie, muchacho? – dijo mientras lo abrazaba. Tom no entendió la pregunta, pero sintió en su pecho un calor que un día fue regla, hoy era excepción. No te veo hace cuánto, ¿un año? – completó el viejo, que había notado el semblante confuso de Tom. Ah… mucho trabajo, sabes… – y desvió su mirada. De hecho, cuidar de la vinícola demandaba mucho, pero ambos sabían el motivo real para que evitara el bar de su amigo por tanto tiempo. Dos años antes, el viejo se había presentado al velorio de Julia y, desde entonces, siempre contando con el aventón de Drew, tan solo se veían en las misas del padre Paul. Con el cierre de la iglesia de parte del Estado, sin embargo, el viejo rechazó ir a las misas celebradas frente al edificio, pintarrajeado por los llamados manifestantes pacíficos.

    ¿Qué quieres tomar, muchacho? Ya no hay más de tu vino… – Tom no se sorprendió, pues había regalado a su amigo una caja hacía dos Navidades. Te traeré más estos días – dijo él. Yo te compraría, pero aquí nadie ha podido pagarlo… – se disculpó Gus; el precio del vino Walsh era, de hecho, más alto que las posibilidades no solo de la clientela del viejo, sino además de una gran parte de la población. Ya lo sé, no ha sido fácil para nadie – respondió, mirando el papel, ahora bien aplastado, que aún sostenía con su mano izquierda. Hoy tuve que ir al comité – informó con voz melancólica. ¿Combustible o carne? – de hecho, esas cuotas eran las dos principales razones para visitar el comité. No, intenté renovar la licencia de dos máquinas allí, pero… – balanceó la cabeza como lamentando. ¿Así que ya no puedes usarlas? – Tom confirmó. ¡Maria! ¡Ven a escuchar esto! Claro, son unos genios, ¿no es así? Ahora el planeta está a salvo – ironizó el viejo, sacudiendo los brazos.

    Algunos segundos después, una bella mujer, cerca de los cuarenta años, surgía por la puerta de servicios, la cual daba acceso a la casa de Aengus. Ahora todo mejorará, Maria… Tommy me acaba de contar que ya no lo dejan usar sus máquinas – satirizó. ¿Qué tipo de máquina? ¿Lanza mucho humo? – preguntó, incluso antes de presentarse. ¡Para nada! Son dos tanques, nada más… Aquellos para fermentar el vino, ¿los has visto? – la mujer lanzó una carcajada, mostrando todos sus dientes.. Sus voluminosos cabellos, tan negros como sus delicados anteojos con pequeños lentes rectangulares, contrastaban con su piel de porcelana. Puedes usarlas… ¿Thomas? – buscó confirmación. Tom – dijo él. Bien, Tom, puedes seguir usándolas, ¿sabes?… Ellos hacen muchas reglas, pero no tienen la más mínima capacidad para hacer que se cumplan – dijo ella, haciendo que surgiera algo de esperanza en él, que no había pensado en esa posibilidad; en general, Drew era el origen de comentarios que contenían un nivel semejante de desprecio por las leyes. Maria Demetra – finalmente ella se presentó, dándole un apretón de manos. Pero puedes llamarme DEMI – enfatizó, mirando a Aengus, que insistía en llamarla por su primer nombre; él disfrazó una sonrisa mientras servía tres dosis de vodka. Maria era la científica jefa del comité, Tommy – informó, lo cual le daba más sentido al dibujo que Tom estaba viendo en la camiseta de la mujer: el planeta Tierra en el centro, rodeado por la frase: No existe Planeta B".

    Un poco por encima de sus ojos rojos, Demi tenía una cicatriz que interrumpía verticalmente su ceja izquierda. No parecía muy antigua, pero ya estaba cerrada; Tom, sin embargo, no se atrevió a preguntar qué le había pasado a la mujer que acababa de conocer. ¿Y por qué ya no estás en el comité? – decidió hacer una pregunta menos invasiva, sin saber que se conectaba tanto con la cicatriz como con el hecho de que estaba viviendo en un cuartito al fondo del O’Briain’s. Bueno, eso es un tema para otro día – cortó la conversación, mientras Tom intentaba cruzar mentalmente los acontecimientos del día anterior con la frase que había escuchado dos minutos antes. ¿Acaso la SS no hace este tipo de inspección también? – indagó, despertando curiosidad en ambos. ¿SS? – preguntó ella, apretando uno de los ojos al buscar en su memoria. A él no le quedaba otra; era necesario compartir lo que había presenciado, una tragedia cuyo protagonista aún seguía agonizando en su cama. Tomó su vodka y empezó.

    II

    La mañana nació tan nublada como el destino del pequeño Jimmy York. Tom seleccionó algunos racimos de uva de su plantación, depositó el canasto en el banco de su vieja camioneta y salió por la carretera estrecha en dirección a la iglesia clausurada, aunque ya no había misas y aún nadie sabía el paradero del padre Paul. La Carretera 33 terminaba al pie de la montaña, por eso la ruta a la izquierda llevaba al puente, un pasaje necesario para llegar a la ciudad, mientras que la ruta a la derecha daba acceso no solo a las demás granjas, sino a la entrada del cerro que llevaba al Valle, un pequeña ciudad ubicada a dos horas de allí, aislada en la cima de la sierra. Pasando frente a la iglesia, giró a la derecha, llegando al cementerio donde Julia estaba hacía dos años. Aunque sintiera un hielo en el estómago y sus ojos se humedecieran siempre que lo hacía, por un segundo la sentía presente nuevamente como en los otros veintisiete años, y no solo en su pecho, morada que jamás abandonaría.

    Hizo la señal de la cruz y regresó a la avenida que llevaba al cerro, siguiendo recto en dirección a la casa de los York. Al ver, de pasada, la entrada a la montaña, se acordó de unos meses atrás, cuando había ayudado al pastor Lawrence en su fuga al Valle, el día que llevaron preso al padre Paul. Desde siempre católico, hasta cuando lo permitió el gobierno, Tom también frecuentaba la iglesia evangélica, por influencia de Julia. Notaba, sí, algunas diferencias entre ellas, pero se sentía bien recibido por ambas comunidades. Fuera esta pareja, nadie participaba tanto de misas como de cultos, y nadie había estado en mejor posición para entender, a lo largo del año, como estos rebaños disminuían. ¿Acaso quienes no iban más habían migrado a otro templo y encontrado a otros dioses? ¿O acaso habrían abandonado definitivamente toda religiosidad? Thomas Walsh caminaba, cada vez con más prisa, en dirección a su destino, y esa era una de las respuestas que él estaba destinado a descubrir.

    Pasó al lado de uno de los innumerables almacenes de Oso, empresario extranjero con los ojos apretados y cachetes gigantes, de quien siempre hablaban en el noticiero - el sentido del término extranjero, sin embargo, perdía fuerza día a día, al igual que país y fronteras. Este sujeto parecía tener muy buenas relaciones, pues siempre participaba de eventos con políticos y periodistas del conglomerado de noticias que poseía todos los canales, radios y diarios, la red MSDNC. Sin embargo, nada de esto lo ayudaba a hacer un vino decente; el que Tom fabricaba costaba el doble, pero la diferencia de calidad era tan gran que, incluso así, vendía más. Se llenaba de orgullo al pensar en eso, pues era una señal de que lograba mantener viva la tradición iniciada por su abuelo. La vinícola era el legado de la familia, y también sería el suyo.

    Sus consumidores eran casi exclusivamente habitantes del barrio noble, parte de la ciudad ubicada del otro lado del río que, por su proximidad, se confundía con el océano donde desaguaba. Incluso sería posible llegar allí sin atravesar las aguas; sin embargo, contonear todo por tierra demandaba mucho más tiempo y combustible, lo que hacía que todos optaran por la travesía a través del gran puente o bien a través de los barcos que salían del muelle de la Plaza de la Diversidad.

    Unos quilómetros más luego del almacén de Oso, ya era posible ver la entrada a la pequeña carretera que llevaba a la casa de campo de los York. A menos de un minuto de la curva notó que allí entraba un vehículo negro, con la apariencia de ser un coche de policía. Siguió sin prisa, pensando que seguro buscaban a un criminal o algo así, pero luego su memoria le dio un shock de realidad: sus pelos de la nuca también lo recordaron. Había un motivo muy específico para la visita de la policía, pero de hacía ya tres años. ¿Qué chances había de que estuvieran allí por… Jimmy?

    Tom estacionó rápidamente la camioneta frente a la casa de la amiga, al lado del auto que ahora notaba que no se trataba de un coche de policía. Tal vez algún día sí lo había sido, pues era el mismo modelo, pero en su techo no estaban las tradicionales luces, y era todo negro, excepto por la pequeña estampa blanca en la chapa de la puerta: SS - 013. Él no sabía qué quería decir eso; tal vez el número fuera la identificación de la unidad, ¿pero y la sigla? ¡Corre, hijo! ¡CORRE! – el alarido de Kate interrumpió su observación del auto. Se dirigió con prisa hasta el fondo de la propiedad, donde vio a un hombre fuerte, de uniforme negro, llevando al pequeño Jimmy en brazos, mientras que el otro, más bajo y joven, intentaba contener a la desesperada mujer.

    ¿Cuál es el problema, señor? – preguntó, con los ojos desorbitados. Orden de aborto. El niño nació sin autorización – dijo el oficial que sujetaba a Jimmy, confirmando las sospechas de Tom, que notó que los hombres llevaban en su brazo izquierdo una abrazadera azul celeste, con un símbolo blanco que recordaba la forma de los continentes, y luego abajo la sigla SS. Apóyate allí en el muro – ordenó el oficial más alto, y Tom obedeció. Eso. Ahora quédate ahí, sin inventar nada– completó el líder de la operación. El otro, claramente con menos experiencia, sujetaba a Kate con dificultad. En el auge de su instinto animal, sujetarla era una ardua tarea para el novato; finalmente, consiguiendo espacio suficiente para el golpe, Kate le propinó un poderoso codazo en sus testículos, derribándolo de inmediato.

    Uh, por favor… – el líder lamentó la incompetencia de su compañero, al ver a la yaguareté aproximándose con determinación para recuperar a su cría. Tom ensayaba una reacción, todavía procesando todas las variables allí expuestas, pero la mujer no parecía necesitar de ayuda. Arrancó a su hijo de los brazos del oficial, quien no ofreció resistencia. Su pasividad, sin embargo, escondía otra táctica: después que ella dio el tercer paso, alejándose de espaldas, mientras miraba a su verdugo, él sacó su arma y disparó, acertando la bala en el costado del muslo izquierdo de la mujer. En un segundo, Kate y Jimmy se encontraban estirados en el pasto, a tres metros del otro oficial, que aún intentaba recuperar el aliento, apoyando los brazos en el primero de los tres escalones que lo llevaban a la cocina. Por reflejo, Tom dio dos pasos en dirección a quien había disparado. ¡Oye! ¿Tú también quieres una, amigo? – preguntó el hombre, apuntando el arma hacia él, que se congeló, alzando lentamente los brazos. ¡Levántate, marica! – ordenó el oficial más joven, mientras Tom se arrodillaba al lado de la amiga, que, sangrando, agarraba a su hijo en llanto, como si apenas su brazo pudiera protegerlo del verdugo.

    Tom intentaba entender qué podría hacer para impedir la captura del niño, acudir a la amiga y

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