Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Una vida y un día
Una vida y un día
Una vida y un día
Libro electrónico475 páginas

Una vida y un día

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Ascua y Livia son dos jóvenes brujas que se enfrentan al momento más importante de sus vidas: la Ceremonia que tendrá lugar marcará el fin de su Aprendizaje. En esta historia narrada en dos tiempos, pasado y presente, encontrarás brujas capaces de controlar las Energías de la naturaleza, un Aquelarre autosuficiente; misterios, intriga y, por supuesto, una preciosa historia de amor. La autora explora la temática fantástica sin alejarse de los grandes asuntos sociales vigentes en la actualidad. Esta novela visibiliza las historias LGTBIQ+ a través de relaciones diversas y sanas, demostrando que no hay limitaciones a la hora de representar la realidad social en cualquier tipo de literatura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 abr 2022
ISBN9788418913761
Una vida y un día

Relacionado con Una vida y un día

Fantasía para usted

Ver más

Comentarios para Una vida y un día

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Una vida y un día - Lourdes Ureña Pérez

    portada.jpg

    Primera edición digital: abril 2022

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Imagen de la cubierta: Libertad Delgado @liberlibelula

    Maquetación: Eva M. Soria

    Corrección: Lucía Triviño

    Revisión: Ana Briz

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2022 Lourdes Ureña Pérez

    © 2022 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-18913-76-1

    Logo Libros.com

    Lourdes Ureña Pérez

    Una vida y un día

    A mi tío Tomás.

    Te quiero y te echo de menos.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    LIBRO I: Hija del Aquelarre

    LIBRO II: Renacida

    Mecenas

    Contraportada

    LIBRO I

    Hija del Aquelarre

    Prólogo

    La ventisca rugía en el Exterior como una bestia hambrienta, y la boca de la cueva no dejaba ver más que un sólido muro blanco. Devi estaba sentada en la cueva que servía de entrada principal a las Madrigueras, contemplando la ventisca y frotándose los brazos en un acto reflejo al ver tanta nieve. Aunque en el interior de la cueva el ambiente era agradablemente cálido, un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Un presentimiento? ¿Un sentimiento de solidaridad para con las pobres criaturas atrapadas entre la nieve en el exterior? Ni siquiera ella lo sabía. La calidez de la cueva y lo tardío de la hora la habían adormilado demasiado como para pensar con claridad. Sacudió la cabeza para despejarse, abrió su cuerpo a la Energía de la Tierra sobre la que estaba sentada con la esperanza de que la sensación la espabilara y luego, solo por si acaso, se pellizcó fuerte en el brazo.

    Era la noche del solsticio de invierno, y ninguna bruja dormiría aquella noche. Tras la cena abundante regada con bebidas revitalizantes, tan solo las niñas se habían retirado y yacían en aquellos momentos plácidamente en sus camas. El resto del Aquelarre bullía de actividad, el solsticio era demasiado importante. Cualquier cosa significativa que ocurriera en las próximas horas sería de gran relevancia para el Aquelarre.

    Por toda la red de túneles y cuevas la actividad era casi frenética. Algunas brujas se esmeraban en mantenerse ocupadas para no caer presas del sueño, otras tenían demasiadas cosas que hacer como para pensar en dormir. Los solsticios tenían una importancia casi religiosa para las brujas; todo estaba lleno de Energía, como si el mundo se mantuviera despierto durante la noche para recibir el cambio de estación. Y, si el mundo estaba despierto, ellas también debían estarlo. Por suerte, siempre había algo que hacer en un solsticio. Las brujas asignadas a los huertos se movían de un lado a otro plantando o recolectando distintas plantas y hierbas. En los criaderos, otras sacrificaban gallinas, ovejas y demás para embotellar su sangre o preservar su piel, sus ojos, sus huesos. Los cristales de la Cueva de la Luna necesitaban ser repuestos prácticamente cada hora. Entre todo aquel revuelo, no era de extrañar que pasaran desapercibidos los gritos de dolor que salían de un pequeño cuarto de la zona de las curanderas.

    Devi había caído de nuevo en un estado soporífero cuando una bruja rubia, bajita y rechoncha apareció corriendo por uno de los túneles, gritando su nombre. La urgencia en su voz hizo que estuviera completamente despierta y en pie en menos de un segundo. Se trataba de una de las matronas de guardia aquella noche, Maeira. Devi era la cabecilla de las matronas del Aquelarre; si la habían mandado a por ella, debía de ser algo grave. Lo primero que le vino a la cabeza fue un aborto, pues ninguna de las nueve brujas que estaban en estado en aquel momento estaba cerca de salir de cuentas. Pensó en cada una de ellas y se preguntó a cuál de todas tendría que consolar en aquella noche que debía ser un momento de regocijo para toda bruja.

    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó, contagiándose rápidamente de la urgencia de Maeira.

    —Es Daria, se ha puesto de parto —contestó la partera, y Devi solo pudo pensar «Otra vez no, Madre»—. La niña está viva —añadió Maeira.

    Devi sintió cómo se le hundía el corazón hasta los pies.

    —Corre.

    Los gritos resonaban en los muros de roca desnuda, desgarradores. Devi no podía dejar de pensar que, si Daria perdía a la niña en el parto, sería la tercera vez en sus siete años como curandera que tendría que consolarla tras un aborto. «Esta vez no», pensó Devi con decisión, «Aunque sea lo último que haga, esta vez no. Si hay una noche en el año en la que todo es posible es esta».

    Entró en la pequeña cueva que servía de paritorio, donde diez brujas se habían reunido alrededor de la parturienta. Casi todo estaba ya preparado: habían trazado un círculo alrededor de la cama destinado a concentrar la Energía, habían pintado símbolos de fuerza, resistencia y concentración vital sobre la piel oscura de Daria, perlada de sudor.

    —Todas fuera —ordenó Devi—. Menos Maeira y Antha.

    Todas y cada una de las brujas dejaron inmediatamente lo que estaban haciendo y salieron de la habitación. Devi se inclinó sobre el lecho en el que yacía Daria y le cogió la mano. Daria, que tenía los ojos llorosos y había estado observando fijamente el techo, la miró.

    —Devi. —La reconoció, y su voz se llenó de alivio de repente. Devi pidió a la Madre Tierra y a su infinita Energía ser capaz de estar a la altura de la confianza que aquella mujer tenía en ella—. Devi, salva a mi hija. Tienes que salvarla. —Su voz reflejaba ahora el miedo que había en sus ojos, y Devi hizo todo lo que pudo por no contagiarse.

    —Voy a salvaros a las dos, Daria. Vas a tener a tu hijita en tus brazos en nada. Te lo prometo. —Devi la besó en la frente con suavidad y esperó poder cumplir su promesa.

    —Gracias, gracias —respondió Daria casi en un susurro. De repente, su rostro volvió a retorcerse en una mueca de dolor. Otra contracción.

    Devi se recompuso rápidamente, recuperando su máscara de autoridad. Madre e hija la necesitaban concentrada y eficaz, no había tiempo para pánicos. Se giró hacia Antha y Maeira. Tenían que actuar rápido.

    —Antha —dijo, y la joven pelirroja se puso recta como una vara—, corre y ve a por cristales de luna del solsticio de invierno de hace siete años. —Antha asintió, y salió disparada a la velocidad de un rayo, su larga melena pelirroja reluciendo como una llama a la luz del fuego.

    Siete años atrás había sido el primer solsticio de Devi como curandera y podía recordarlo como si fuera ayer. Había habido luna llena y un cielo claro sin nube alguna a la vista. Las Ancianas habían dicho que aquella sería la cosecha de cristales más poderosa de los últimos cien años. Los cristales de luna eran, básicamente, sacos de Energía que funcionaban como baterías enormes, y la porción almacenada en ellos era pura y fácil de canalizar. Con un buen cristal de luna, una sola bruja podía realizar una canalización para la que normalmente harían falta diez brujas adultas. Y lo que era aún mejor, mientras que otros cristales necesitaban de una bruja canalizando la Energía para ser cargados, los cristales de luna se autoabastecían tan solo con la luz nocturna. Iban a necesitar toda la Energía disponible para salvar a Daria y a su hija.

    Antha volvió al cabo de dos minutos con cuatro grandes cristales azules apretados contra su pecho y con una sonrisa de oreja a oreja.

    —Le he dicho a Catarina lo que estaba pasando y me ha dado los más grandes —dijo. La inmensa sonrisa que llevaba en la cara la hacía parecer incluso más joven de lo que era.

    Devi hizo lo posible por devolverle la sonrisa a través de las capas de miedo que envolvían y aprisionaban su corazón.

    Antha y Maeira colocaron los cuatro cristales en los cuatro puntos cardinales y tocaron cada uno de ellos para encenderlos. Una cúpula de tenue luz azul se cerró sobre las cuatro brujas. Aisladas del mundo exterior, aquella cúpula concentraría toda la Energía que pudieran canalizar, además de la que contenían los cristales, con un solo propósito: mantener a madre e hija con vida.

    Devi colocó las manos sobre el vientre abultado de Daria y cerró los ojos. Podía sentir que la Energía de la niña se estaba debilitando, pero también la fuerza con la que luchaba por sobrevivir. Una chispa de esperanza se prendió entre todo su miedo. Abrió los ojos y sonrió a Daria.

    —Vamos a conseguirlo.

    Daria no había estado tan agotada en su vida, pero se negaba a cerrar los ojos. No podía. Sentía que, si perdía de vista a su niña durante más de un segundo, todo aquel maravilloso sueño se desvanecería, despertaría para encontrar el cuarto aborto en nueve años y a Devi rogándole que dejara de intentarlo. Con la habitación apenas iluminada por una pequeña hoguera, Daria se preguntaba si había muerto durante el parto y había pasado a formar parte de la Madre Tierra con su niña. Devi entró en el cuarto, sacándola de sus pensamientos. El fuego aún ardía con fuerza y arrancaba reflejos dorados de la piel marrón de Daria y destellos rojizos del cabello castaño de Devi. La partera se acercó al lecho y se sentó en el borde.

    —Aún no puedo creerlo —dijo Daria, apenas más fuerte que un susurro. Devi asintió. Daria había estado gritando y llorando a partes iguales cuando acabó el parto, segura de que la niña estaba muerta.

    Sus aullidos desgarradores de dolor aún resonaban en los oídos de Devi. No importaba cuántas veces le dijeran que la niña estaba bien, no parecía ser capaz de creerlo. Solo una vez que Maeira había acabado de limpiar y examinar al bebé, y Daria por fin la tuvo en sus brazos, pareció darse cuenta de que estaba bien.

    —Está viva —había dicho, muy bajito, como si temiera que fuera un error y que si alguien la oía vendrían a corregirlo.

    —Viva y sana como un roble —le había asegurado Devi, acariciándole rostro con delicadeza.

    Desde el momento en que la tuvo en sus brazos, Daria no consintió en soltar a la niña, negándose a cerrar los ojos, aunque fuera un instante. Ya era bien entrada la mañana, y Devi temía por su salud si no descansaba.

    —Daria, tienes que dormir. —Apenas había abierto la boca y la bruja ya estaba negando con la cabeza—. Te he traído leche de amapola. —Lo intentó de nuevo Devi, pero Daria solo negó con más fuerza.

    —No puedo, Devi. Tengo miedo de que desaparezca —le confesó. Devi sintió cómo se le encogía el corazón.

    Desde que era muy joven había sido obvio que la Madre había otorgado a Daria un don. Las pequeñas la adoraban, las bebés dejaban de llorar en cuanto se acercaba a sus cunas y todas las niñas del Aquelarre la querían con locura. Por eso, cuando con veintiún años, tan solo un año después de pasar por la Ceremonia, Daria había decidido que quería quedarse embarazada, a nadie le había parecido demasiado pronto.

    El primer aborto rompió el corazón de todas las brujas tan solo tres meses después. Devi recordaba perfectamente cómo el duelo se había extendido por el Aquelarre como una nube, oscuro y asfixiante. La segunda vez, la propia Devi había estado presente como Aprendiza de curandera y había secado las lágrimas de Daria cuando un aborto natural destrozó sus esperanzas a los dos meses. Daria no había abierto la boca durante dos semanas, ni para hablar ni para comer. Llena de dolor, dejó de jugar con las niñas y de acercarse a su dormitorio por las noches para contarles historias.

    Cuando volvió a quedarse embarazada, la noticia fue recibida con miedo y angustia en lugar de alegría. Pero poco a poco, conforme pasaban los meses y el embarazo seguía su curso, la esperanza empezó a crecer en los corazones de las brujas. Para entonces Devi ya formaba parte del equipo de parteras. Daria y ella se pasaban horas hablando de la niña, pensando nombres y preguntándose si se parecería a Daria. El parto había llegado a los seis meses. Demasiado pronto. Y, a pesar de todos los esfuerzos de las parteras, la niña había nacido muerta.

    Aquella era la primera vez que Devi había dirigido en persona el parto de Daria y entendía que la bruja aún no pudiera creer que todo hubiera salido bien, a ella misma le estaba costando asimilarlo.

    —¿Le has puesto nombre? —preguntó. Daria negó suavemente con la cabeza—. Deberías hacerlo. Un nombre la anclará a la vida.

    —No…, no había pensado en ninguno. No me había atrevido —confesó Daria, y Devi pudo ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Le acarició el rostro con suavidad y la obligó a mirarla.

    —Piénsalo ahora —dijo, y Daria asintió.

    Ambas se quedaron observando a la niña, que parecía una diminuta bolita negra en el regazo de su madre. Todo en ella era oscuro: su piel, su pelo corto y grueso. En la tenue luz de la habitación parecía un trocito de carbón. Daria pasó un dedo por la frente de la niña con una ternura infinita. La niña pareció retorcerse un poco, y los pequeños párpados le temblaron levemente. Ambas brujas observaron casi hipnotizadas cómo la pequeña abría los ojitos para revelar unos iris de un vivo color ámbar rojizo.

    El fuego lanzó una llamarada al partirse uno de los troncos y la luz iluminó los ojos de la niña, haciéndolos brillar como dos pequeñas ascuas al rojo vivo entre el carbón negro.

    —Ascua —murmuraron ambas brujas a la vez, y supieron que la propia Madre les había inspirado aquel nombre.

    Daria sonrió, y acunó a la niña entre sus brazos un instante más antes de tendérsela a Devi. La matrona la cogió con cuidado y la llevó hasta la cuna colocada al otro lado de habitación. Con el alivio de saber que su hija estaba segura y a salvo, Daria cerró los ojos.

    Capítulo 1

    Era la noche previa al día de la Ceremonia y Ascua no podía dormir. La luna no era más que el filo de una uña blanca contra el cielo azabache, tan fina que Ascua estaba segura de que si pudiera tocarla se pincharía el dedo como si fuera el huso de una rueca. Quizá así podría dormir por fin. ¿No había leído en algún lado una historia de cómo una bruja había derramado un bálsamo de sueño sobre una rueca y al pincharse con el huso había dormido durante casi cien años? Ascua suspiró. Quién tuviera esa suerte.

    La noche resultaba opresiva, la luna, tan delgada que apenas desprendía luz, y las desperdigadas nubes que bloqueaban el brillo de las estrellas hacían que la oscuridad cubriera las cabañas del Exterior como un pesado manto. Ascua se sentía rodeada y acorralada por la oscuridad, y la idea la agobiaba aquella noche más que nunca. Le gustaría poder encender un cristal solar o una vela, pero temía despertar a la figura que dormía plácidamente junto a ella.

    Hacía bochorno, demasiado para una noche de finales de primavera. Ascua estaba sudando, y sentía como si el calor la aplastara contra la cama. Justo en ese momento, la suave brisa agitó levemente las cortinas y las hierbas que colgaban del techo en distintos estados de secado, como retándola a repetir que hacía calor. Era posible que su sudor se debiera más al ritmo frenético de su corazón que al clima. Quería levantarse y salir corriendo de aquella pequeña cabaña que parecía estar cayéndosele encima. Pero Livia dormía plácidamente a su lado. La joven se acercó más a Ascua, inconscientemente, y toda su intención de levantarse se esfumó de un plumazo. No podía correr el riesgo de despertarla. Había cierto consuelo en saber que, mientras Livia estuviera dormida, al menos una de las dos no estaba preocupándose. Así que, en lugar de levantarse y salir corriendo en busca de un lugar donde la brisa nocturna enfriara su piel y llenara sus pulmones, Ascua continuó respirando hondo el aire cargado de la cabaña, tratando de calmar su pulso acelerado. Sin mucho éxito.

    Había estado teniendo aquellos episodios de sudores y pulsaciones aceleradas intermitentemente durante todo el día —más bien toda la semana—, concretamente, cada vez que el férreo control que había impuesto sobre sus pensamientos se debilitaba y su mente sacaba a relucir el tema de la Ceremonia. A lo largo del día habían conseguido mantenerse ocupadas. En el Aquelarre siempre había cosas que hacer. Incluso en invierno, cuando la nieve se acumulaba en la boca de las cuevas de entrada y les impedía abandonar la extensa pero limitada red de túneles y cavernas, miles de cosas necesitaban atención dentro del hogar de las brujas. Desde cuidar de las niñas pequeñas hasta tejer ropa nueva o remendar prendas, hacer inventarios de hierbas, velas, cristales, comida, etc., trabajar en los huertos; una nunca estaba ociosa. Livia había sugerido que se tomaran el día libre y lo pasaran bañándose en las pozas del río o paseando por el bosque, pero, aunque las dos sabían que nadie se lo echaría en cara, Ascua había insistido en trabajar, y ella la había seguido sin quejarse. Sus manos habían estado ocupadas, y su mente, entretenida. El día había ido bien, salvo en los escasos momentos en los que se habían permitido descansar, que daban a su mente un mayor espacio para divagar, aterrizando siempre de vuelta en la Ceremonia. En cuanto lo hacía, de pronto el corazón quería salírsele del pecho, un apretado nudo se le plantaba firmemente en la boca del estómago, y el sudor de su frente ya no tenía nada que ver con las dos horas que acababa de pasar trabajando en el Huerto de Verano.

    Pero de noche, tumbada en la cama en una oscuridad tan espesa que apenas le permitía vislumbrar el cuerpo que roncaba a su lado, Ascua no tenía dónde esconderse de sus pensamientos. Empezaba a temer que todo aquel desasosiego y ansiedad por la Ceremonia iban a resultar completamente inútiles, ya que su corazón se iba a encargar de matarla antes de que llegara el día.

    No podía más. Se incorporó en la cama con cuidado de no perturbar el sueño de Livia. Encendió una pequeña llama sobre su dedo índice y ahuecó la mano derecha alrededor de ella para que la luz no diera directamente en los ojos de su compañera. A pesar de que su mano bloqueaba parcialmente el brillo de la pequeña llama, la oscuridad se disolvió a su alrededor como un denso humo empujado por la brisa. Ascua sintió que con ella se disolvía parte del peso que le oprimía el pecho. Respiró hondo y esta vez le entró un poco más de aire en los pulmones.

    Así, sentada en la cama, se repitió a sí misma: inspira…, espira, inspira…, espira, inspira…, espira… Su corazón volvía a latir a un ritmo medianamente normal, y ya no sentía aquel peso insistente que la aplastaba contra la cama. Moviéndose todo lo despacio y lo delicadamente que pudo se recolocó sobre el colchón hasta quedar sentada con la espalda apoyada contra la pared, las rodillas dobladas cerca del pecho. A pesar de sus buenas intenciones, era consciente de que estaba haciendo bastante ruido; la cama entera se meneaba con sus movimientos, y las tablas del suelo crujían estrepitosamente en el silencio de la noche. Ascua nunca había tenido el don de la delicadeza. Una vez asentada de nuevo, dirigió su mirada hacia su compañera de cama, temiendo haberla despertado con el ajetreo, pero Livia seguía profundamente dormida. Ascua la observó detenidamente: incluso así, despatarrada en la cama, con las extremidades desperdigadas en todas direcciones, la boca entreabierta y —Ascua juraría— babeando un poquitín, Livia se las arreglaba para tener un aspecto delicado y grácil.

    El calor de la llama le lamía la yema del dedo en una sensación agradable, y Ascua contempló cómo bailaba bajo la tenue brisa. El fuego: un don no demasiado sutil. Desde que era un bebé, siempre había tenido una fuerte conexión con las llamas. A Ascua le gustaba el fuego, lo sentía sobre su piel como el contacto de una amiga querida, y se sentía reflejada en su don en ocasiones un poco más de lo que le gustaría. El fuego era poderoso, era útil, y podía llegar a ser muy hermoso, pero nadie quería acercarse demasiado.

    El don de Ascua era algo excepcional, la mayoría de las brujas no tenían ese nivel de afinidad con ninguna disciplina o elemento. Casi todas favorecían algún aspecto de su Aprendizaje por encima de los demás y muchas incluso mostraban una predisposición natural hacia algo: el agua, los minerales, el cultivo, la crianza… Pero la conexión innata y primaria que tenía Ascua con el fuego era algo muy escaso. Era uno de los pequeños orgullos que se había permitido cuando era niña, la hacía sentir especial. Incluso ahora, años más tarde, le gustaba imaginar que el fuego era como un animal salvaje, desconfiado y asustadizo que, por alguna razón, la había elegido a ella para depositar su confianza. Un animal que podía ser violento y brutal, pero que se volvía dócil bajo su mano. Un animal al que nadie se acercaba demasiado.

    Aquella idea se repetía a menudo en su cabeza, y, aunque no se lo reprochaba en absoluto, las comparaciones podían llegar a ser odiosas. Y es que Livia era todo lo contrario a Ascua. Con un don natural para, bueno, para prácticamente todo y con una preferencia casi infantil por jugar con el aire y el agua, Livia era delicada, dulce y grácil en todo lo que hacía. Su sola presencia resultaba refrescante, y todo el que la veía y tenía el placer de escuchar su encantadora risa, cantarina como un riachuelo de montaña, sentía el impulso de estar tan cerca de ella como fuera posible. Livia también era poderosa, más de lo que Ascua jamás podría llegar a ser, pero nadie temía acercarse a ella.

    La llama se extendió por el resto del dedo en una agradable caricia, y Ascua pensó divertida que estaba intentando consolarla. Estaba realmente agradecida a la Madre Tierra por su don. Era como si el mundo hubiera visto que estaba sola y le hubiera hecho un regalo de consolación. El fuego no era un gran conversador, ni había jugado con ella cuando era niña, pero le hacía compañía en momentos solitarios como aquel. La Anciana Usnavia le había dicho, cuando era pequeña, que su don venía de su nombre, que con él Daria la había atado a la Energía del Fuego la noche que nació. Ella prefería su teoría del regalo de la Madre, pero aun así aquel día se había asegurado de darle las gracias a Daria. La mujer la había mirado extrañada, pero le había sonreído y besado en la frente de todas formas.

    Ascua no había tenido muchas amigas cuando era niña. De hecho, no había tenido ninguna antes de Livia; incluso después, realmente solo la tenía a ella. Así que no, amigas no le sobraban precisamente, pero Ascua siempre había tenido algo que ninguna otra niña en el Aquelarre había tenido jamás: una madre.

    Todas las brujas eran, primero y ante todo, hijas de la Madre Tierra, y todas las habitantes del Aquelarre formaban parte de una gran familia. Por eso, el hecho de que hubiera sido fulana o mengana quien te pariera no significaba realmente nada. Las gestantes se separaban de las niñas en cuanto estas dejaban de tomar el pecho, y las pequeñas se mudaban al dormitorio común. Las niñas a menudo no sabían quién las había parido, y todas eran criadas por el Aquelarre entero.

    Las cuidadoras eran brujas que habían elegido pasar su vida criando a las más jóvenes del rebaño. Velmia, por ejemplo, que era una bruja gorda y bajita que tenía una cara amable y una suavidad innata, se había dedicado a la crianza de las niñas al menos desde que Ascua tenía memoria. No había nadie de la edad de Ascua que no recordara las suaves manos de Velmia curando una herida o un moratón. O Auria, que, aunque era estricta y un poco gruñona, había enseñado a andar a cien niñas por lo menos, y se la solía ver con al menos dos chiquillas encima en todo momento. Muchas niñas crecían considerando a estas brujas lo más parecido a las madres de los hombres que existía en el Aquelarre, desde luego, más cercano a ello que quien quiera que las hubiera dado a luz.

    Pero Ascua había tenido siempre una madre de verdad. Daria era una bruja increíblemente querida en el Aquelarre, y tanto ella como Ascua eran conscientes de que la comunidad había mirado para otro lado en multitud de ocasiones con ellas. Las niñas dormían normalmente en un dormitorio común hasta que empezaban su Aprendizaje, pero Ascua había pasado la mayoría de las noches de su infancia en la pequeña cueva que constituía el cuarto de Daria, acurrucada en la cama y cayendo rendida al calor del cuerpo de su madre. En lugar de pasar sus días con el resto de las niñas, Daria se llevaba a Ascua con ella a hacer sus tareas diarias, la sentaba sobre sus rodillas y le contaba historias maravillosas sobre brujas antiguas mientras Ascua la observaba con los ojos como platos. Adoraba a su madre con toda su alma.

    Echó de menos el collar de Daria, con cuyas cuentas aprendió a contar, que Daria siempre le daba de pequeña para consolarla cuando estaba triste o molesta por algo. Con los años se había convertido en una especie de amuleto al que acudía en los malos momentos. Contar las cuentas la centraba y la ayudaba a olvidarse de lo que le preocupaba. Cómo le gustaría tenerlo ahora mismo. De manera inconsciente, sus manos hicieron el gesto de pasar las cuentas entre los dedos, pero no surtió ningún efecto.

    Ascua miró a través de la ventana, hacia el enorme agujero oscuro que se abría en la ladera de la montaña, y deseó con todo su corazón volver a ser una niña pequeña acurrucada junto a su madre en el interior de las Madrigueras.

    Capítulo 2

    Las Madrigueras era el nombre que las brujas le daban a la red de túneles y cuevas de piedra pálida que formaban la mayor parte de su asentamiento. Allí, la tierra las envolvía en una acogedora manta de cristales y sedimentos, y en las cuevas más profundas podían sentir el calor de la propia Madre. Las Madrigueras ofrecían un refugio fresco en verano y cálido en invierno, y los aspectos más desagradables de vivir bajo tierra siempre tenían solución. Los cristales solares iluminaban las habitaciones sin tragaluces, y un grupo de brujas especializadas en la Energía del Aire se aseguraba de airear las cuevas cada mañana para evitar malos olores. Gracias al ingenio de generación tras generación y a la generosidad de la Madre, bajo tierra tenían todo lo que necesitaban: huertos, corrales, bibliotecas, telares, baños termales… Su pequeña ciudad subterránea era prácticamente perfecta. Y, aun así, seguía habiendo brujas que se marchitaban encerradas entra paredes de piedra. Por eso, una serie de edificios de madera y pequeñas cabañas habían sido construidas en forma de media luna orientada hacia la entrada a las cuevas. Lo llamaban el Exterior. Las brujas que no podían existir sin el cielo abierto sobre sus cabezas y el aire del bosque en sus pulmones vivían en las cabañas casi todo el año, exceptuando las partes más duras del invierno.

    A Ascua le gustaba su cabaña, pero a veces echaba de menos el olor cálido y mineral del dormitorio de su infancia. Livia, sin embargo, se quedaría en la cabaña enterrada por la nieve si pudiera. Cuando llegaba el invierno, siempre eran las últimas en mudarse a una de las cuevas. Livia se negaba a dejar su cabaña al aire libre hasta que no había una montaña de mantas lo suficientemente alta como para mantenerlas calientes durante la noche. Y, en cuanto dejaban sus cosas en su cuarto de las Madrigueras, empezaba a pasearse de un lado a otro, incapaz de estarse quieta.

    —Pareces un gato encerrado —se reía Ascua, obteniendo un almohadazo en la cara como respuesta.

    Siempre eran las últimas en irse y las primeras en volver al Exterior. El deshielo apenas había comenzado, y ya las encontraba a las dos envueltas en más capas que una cebolla, deshaciendo el equipaje en su cabaña. Cada año, Ascua dejaba con pesar su cama calentita en las Madrigueras, pero la sonrisa de Livia al respirar de nuevo el olor a pino y tierra húmeda lo compensaba todo.

    Obstinada y encantadora, Livia siempre se salía con la suya. Cuando tenía once años, le había preguntado a una de sus maestras por qué el Aquelarre vivía en cuevas en lugar de al aire libre, como a ella le habría gustado. Ascua sonrió al recordarlo. Livia no se había limitado a hacer cualquier pregunta a cualquier maestra. Siempre recta como un palo y delgada hasta el extremo, Rena tenía el rostro permanentemente arrugado en una mueca de desaprobación, y ejercía una política de tolerancia cero con distracciones y haraganería en sus clases. Lo cierto es que era una maestra excepcional, sabía explicarse y hacerse entender, y tenía auténtica vocación por la enseñanza. Daba todo de sí misma en sus clases, pero a cambio exigía el mismo nivel de entrega por parte de sus Aprendizas. Aquel día, Rena les estaba hablando de la Energía del Aire, de las dificultades de su manipulación. El aire lo toca todo, se encuentra en todas partes, y su Energía se entrelaza con todos los elementos que conforman nuestro mundo; por ello, es necesario tener un entendimiento profundo y detallado de este tipo de Energía antes de poder realizar millones de canalizaciones. Incluso simples manipulaciones pueden acarrear consecuencias desagradables si no se comprende la naturaleza del aire. Rena les había contado la historia de cómo una Aprendiza hacía años había querido que su gato tuviera el tamaño de un poni, pero al agrandarlo no había tenido en cuenta que la Energía del Aire de un poni es mayor que la de un gato, y el pobre gato gigante había muerto asfixiado. Ascua había estado escuchando con toda su atención no solo porque Rena le inspiraba más miedo que ninguna otra maestra, sino porque siempre encontraba sus clases fascinantes.

    Livia, sin embargo, prefería las clases más prácticas. Tras veinte minutos de charla, se había dado cuenta de que aquel día no iban a hacer nada interesante, y su cerebro había desconectado completamente. Aburrida, había estado mirando a su alrededor con desinterés y, tras contemplar la piedra blanca que las rodeaba por todas partes, había interrumpido:

    —Rena, ¿por qué vivimos en cuevas? —La aludida, que había estado paseando de un lado a otro sin mirarlas mientras hablaba, se paró en seco.

    —¿Disculpa? —preguntó, clavando una mirada en Livia que hizo que la propia Ascua quisiera hacerse pequeñita y disculparse hasta la saciedad.

    —Que por qué vivimos en cuevas —repitió Livia como si de verdad creyera que el problema de Rena con la pregunta había sido auditivo.

    Livia sostuvo la mirada de la bruja con una sonrisa tranquila y francamente encantadora. La curiosidad de la joven y su afición por hacer preguntas extrañas de la nada eran bien conocidas por todo el Aquelarre, como también lo era lo poco que le gustaba a Rena que la interrumpieran. La maestra la contempló durante un instante, y Livia siguió sonriendo. Ascua presenció la batalla de voluntades con el corazón en un puño. Finalmente, Rena suspiró y se frotó el puente de la nariz.

    —Ya que asumo que no has escuchado ni una palabra de lo que he dicho en la última hora —dijo Rena con un tono cargado de resignación—, voy a contestarte, a ver si así al menos aprendes algo en esta clase. Aunque sea algo que no tenga nada que ver con la Energía del Aire.

    La sonrisa de Livia se volvió satisfecha, y Rena se sentó en el suelo frente a ellas, la clase olvidada por el momento. No era algo fuera de lo común que las maestras enseñaran cosas que no entraban exactamente en su asignatura, pero Ascua nunca había visto a Rena salirse del temario de una lección. Estaba convencida de que nadie excepto Livia podría haberlo conseguido.

    —Nuestras antepasadas, antes de asentarse en este lugar, eran un Aquelarre nómada —comenzó Rena—. Viajaban de un lado a otro, recorriendo el mundo. Nos quedan muy pocos registros de aquel entonces, y, desde luego, ninguna bruja de aquella época sigue con nosotras, pero gracias a algunos diarios de aquellas que se asentaron aquí y, más concretamente, de sus hijas, sabemos lo que pasó. El Aquelarre nómada llegó aquí a principios del invierno con la intención de atravesar las montañas antes de que la primera nevada cayera y tuvieran que esperar hasta la próxima estación. Sin embargo, aquel año la primera nevada llegó muy pronto y en forma de ventisca. Huyendo de la tormenta de nieve, el Aquelarre llegó hasta aquí mismo. —Rena hizo un gesto como para señalar en dirección al Exterior y a la boca de las Madrigueras. Ascua se imaginó a aquellas brujas errantes entrando en las cuevas envueltas en nieve—. En busca de refugio encontraron una gran cueva y, mientras se calentaban y esperaban a que la tormenta amainara, descubrieron la red de túneles y cavernas que hoy llamamos nuestro hogar. —Rena miró a Livia, la pregunta implícita en su mirada de si aquello satisfacía su curiosidad.

    —Pero ¿por qué? —insistió Livia, y Ascua podía ver que Rena estaba luchando por no poner los ojos en blanco—. ¿Por qué después de tantos años siendo nómadas decidieron asentarse aquí? ¿Por qué no siguieron recorriendo el mundo y viviendo aventuras? —Rena suspiró.

    —Aparte de las razones obvias de refugio y seguridad —respondió la maestra—, nuestras antepasadas encontraron aquí un vínculo con la Madre Tierra que no habían experimentado en ningún otro lugar. Descubrieron que, viviendo en el interior de esta montaña, con sus rocas llenas de unos cristales que para ellas eran desconocidos en aquel momento, se sentían más cercanas y en mayor armonía con la Energía de la Tierra. Como ya sabéis, los cristales de luna, que solo se encuentran en nuestras cuevas, tienen una capacidad de acumulación de Energía mayor que cualquier otro cristal, y esta puede canalizarse para casi cualquier cosa. —Las dos Aprendizas asintieron—. Podemos deducir que esta acumulación de Energía hace de nuestras cuevas un lugar muy especial, y, o bien nuestras antepasadas supieron reconocer esto y decidieron quedarse, o bien tomaron la existencia de estos cristales como una señal de la Madre de que habían encontrado su hogar. —Esta última parte la dijo con cierta resignación, como si no pudiera evitar que fuera una opinión popular pero realmente quisiera encontrar la forma de hacerlo—. ¿Contenta, Livia? ¿Puedo seguir ahora con mi clase y esperar que me prestes un mínimo de atención? —preguntó Rena, pero no había una acusación real en sus palabras.

    —Haré lo que pueda —respondió Livia, pero su sonrisa era tan radiante que no se la podía tachar realmente de impertinente.

    En aquel momento, sentada en la cama y rodeada de oscuridad, Ascua deseó poder sumergirse en sus recuerdos y volver atrás. Volver a disfrutar de cada clase, de las fascinantes y de las aburridas, volver a aprenderlo todo, volver a vivir cada sonrisa de Livia, cada risa compartida, cada momento de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1