La cueva del mono
Por Jenny Moix
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La cueva del mono - Jenny Moix
1.
El bosque prohibido
«Este tiene que ser el sitio», pensó Rahul después de haber atravesado el barrizal con dificultad. Había llegado a una frontera natural que parecía trazada con un mayúsculo tiralíneas. Donde acababa el camino, empezaba aquel espeso bosque en el que nadie de su aldea osaba aventurarse.
Los ancianos hablaban de serpientes venenosas y de otros seres que acechaban en la espesura, capaces de arrebatarte el alma además de la vida.
Ni siquiera las nubes se atrevían a posarse sobre aquel territorio ignoto donde el suelo estaba sorprendentemente seco.
Decidido a poner fin a su cruel destino, Rahul respiró hondo para armarse de valor. Luego se adentró en el bosque prohibido sin mirar atrás.
En aquella región maldita no había camino alguno, así que empezó a avanzar entre tupidos matorrales y altísimos árboles cuyas copas cerraban el paso al cielo. Los pocos rayos de sol que lograban atravesar el follaje dibujaban en el suelo pedregoso un mapa cambiante de luces y destellos mágicos.
Rahul siguió adelante, convencido de que su incursión temeraria le procuraría la muerte que deseaba. El final podía encontrarlo a cada paso.
A medida que avanzaba por aquel territorio desconocido, la densidad se fue disipando. Hasta que llegó a un lugar donde el bosque daba paso a un claro que precedía a un enorme peñasco de formas redondeadas.
Con todos sus sentidos alerta, Rahul observó con atención aquella formación rocosa. Se asemejaba a la cara de un mono, como si un gigante se hubiera entretenido tallando ese montículo. Y, sin duda, un hueco cavernoso que se hallaba en su base era la boca del monumental chimpancé.
Aquello desafiaba cualquier cosa que el joven hubiera imaginado, así que se detuvo a unos pocos metros de la cueva, dudando de si debía entrar. Con los ojos cerrados para protegerse del sol, que caía implacable en aquel claro, de repente sintió que allí había alguien más.
Y, ciertamente, al abrir los ojos, la vio.
Por el pelo blanco y las arrugas de la cara parecía una anciana. Sin embargo, cuando sonrió, dejó translucir la esencia de un alma atemporal, como si tuviera todas las edades a la vez.
Con un gesto amable, invitó al joven a sentarse junto a la entrada de la cueva, al amparo de la sombra protectora, y le habló con una voz que era grave y melodiosa a la vez:
—Hace tiempo que nadie viene por aquí… ¿Andas perdido?
—Mi vida está perdida —dijo Rahul, haciendo un esfuerzo por no llorar.
—¿Por qué lo dices? Una vida no puede perderse…
—Una tempestad ha acabado conmigo. La tormenta de ayer desbordó el río y mi taller estaba justo en la orilla. Esta mañana, todo estaba destrozado. El techo se ha derrumbado y solo queda una pared en pie. Los telares se los ha llevado el agua.
—Pero tú sigues vivo…
—¡No! —afirmó con rotundidad—. Mi vida era ese taller. Tuve que trabajar desde niño para poder comprar esos telares que eran mi futuro.
—Me imagino cómo te sientes.
—Solo hacía dos meses que poseía mi propio negocio. Según mis cálculos, en un año habría podido juntar suficiente dinero para casarme con Shaila. Pero todos esos planes se han ido río abajo. Y no quiero volver a ser una carga para mis padres, ni pedirle a ella que me espere. Ya me ha aguardado bastante.
Su esfuerzo por contener las lágrimas era inútil. Rahul se cubrió la cara con las manos mientras musitaba:
—No tengo nada.
Entonces, la misteriosa mujer pronunció unas palabras que, aunque Rahul no acabó de comprender, le calaron en lo más hondo:
—Lo único que falta en tu vida… eres tú.
El joven se quedó pensativo, tratando de captar qué había querido decir con eso. Sin embargo, lo que siguió solo aumentó su confusión. La mujer añadió una extraña instrucción que Rahul no comprendería por completo hasta mucho más tarde.
—Entra en la cueva y encuentra las siete piedras. Pero solo las hallarás si te desapegas del mono.
Esas enigmáticas palabras actuaron como un resorte. Se puso en pie y, sin pensarlo, se dirigió a la boca