En el corazón de las Tierras Altas: El Lobo
Por April Holthaus
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Rylan se ha pasado la mayor parte de su vida ocultando su identidad, incluso de las personas a las que ama. Pero para asegurar su futuro, debe enfrentarse a su pasado. Al convertirse en un forajido que huye de la ley, Rylan intenta limpiar su nombre y se encuentra con una mujer que tiene sus propios secretos oscuros.
Fallon lleva una vida simple con su joven hijo. Nada parece que pueda salir mal, hasta que un Highlander vagabundo aparece en su umbral. Cuando él la arrastra a su mundo de caos y engaños, Fallon se encuentra en una encrucijada que podría llegar a impactar la vida de ambos.
Cuando los secretos salgan a la luz, ¿podrá Fallon escoger el camino correcto para cambiar su vida? ¿Será suficiente eso para salvar a Rylan de la horca?
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En el corazón de las Tierras Altas - April Holthaus
En el corazón de las Tierras Altas:
El Lobo
––––––––
Serie Protectores de la Corona:
Libro Dos
––––––––
April Holthaus
Edición: One More Time Editing, LLC
Traducción: Carolina García
Publicado por: Grey Eagle Publishing, LLC
Diseño de portada: Zak Kelleher
Impreso en los Estados Unidos
Primera edición: diciembre de 2016
ISBN-10: 1512028738
ISBN-13: 978-1512028737
Todos los derechos reservados.
10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
Derechos de autor © 2016 April Holthaus
Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y eventos se utilizan de forma ficticia. Cualquier similitud con eventos o personas reales son meras coincidencias. No se puede reproducir ninguna parte de esta publicación sin el permiso escrito de la autora.
Prólogo
Durante cientos de años, Escocia ha luchado contra Inglaterra por su libertad. Sin embargo, ahora se enfrenta a un nuevo enemigo. En un mundo dividido por la política y la religión, el joven rey Jacobo v se enfrenta a la amenaza de su propia gente rebelándose contra él. Tras el desencadenamiento de la guerra civil entre los clanes de las Tierras Altas, Jacobo recluta a un grupo secreto de guerreros para protegerse.
Los llama Los Protectores de la Corona.
Capítulo 1
Escocia, 1537
Debería estar muerto.
Rylan se arrodilló en la orilla y sumergió los nudillos de los dedos cubiertos de tierra en el agua helada y refrescante antes de restregarse las manos por el rostro para limpiarse las capas de barro y sangre seca. Le dolía el hombro de la batalla y la herida que le recorría uno de los brazos necesitaba puntos tras haber perdido tanta sangre, pero, aun así, había sobrevivido.
Como si se tratara de una capa de cristal espejado, la superficie del lago estaba quieta y calma. El paisaje se reflejaba en ella, un mundo invertido en el que todo era igual, pero completamente distinto, muy similar a la existencia de Rylan.
Rylan se aflojó el vendaje manchado de sangre que llevaba envuelto en el antebrazo para inspeccionar el sitio en el que su enemigo había hundido su hoja. Del tajo profundo aún brotaba sangre y la piel que rodeaba la herida se veía magullada. Desenvainó la daga y comenzó a cortar la tela del kilt para crear otra venda con la que cubrir la herida. Se la pasó por el antebrazo, sostuvo uno de los extremos con los dientes y la amarró firmemente con un nudo. Luego de una batalla campal contra los Sutherland, el enemigo jurado de su clan, Rylan tuvo suerte de que solo su brazo hubiera sufrido. Muchos de los hombres de su clan habían resultado lesionados, incluido el laird, Ian MacKay, quien en ese momento yacía en su cama hasta recuperarse de sus heridas.
Acostumbrado a las lesiones, Rylan creyó que el corte que le recorría el brazo complementaba a las otras cicatrices y magulladuras que le cubrían el cuerpo, porque cada una contenía una historia de honor y valentía. Rylan aprendió desde muy joven a limpiar sus heridas sin necesidad de un curandero, y aunque no poseía la destreza ni la paciencia de un sanador, sus puntos rudimentarios cumplían su cometido. Eso era lo único que importaba. ¿Qué hombre que aún respirara aire y cuya sangre aún le circulara libremente por las venas se quejaría?
Rylan echó una mirada al otro lado de la orilla y le pareció ver un destello de acero a través de la arboleda. Clavó la mirada en el bosque y se incorporó con cautela, a la espera de alguna señal de movimiento. Sus sospechas quedaron validadas cuando una bandada de aves alzó vuelo desde las copas de los árboles y salió disparada hacia el cielo. Era hora de largarse.
Rylan se dirigió al caballo que antes había amarrado a un árbol cercano. Soltó las riendas, colocó el pie en el estribo y se subió a la silla.
Siguiendo la orilla del río serpenteante, Rylan instó al caballo a seguir andando hacia las faldas de las cimas redondeadas que constituían la pared norte de la cadena montañosa de las Mesetas del Sur. La noche se avecinaba, y quería buscar refugio en alguna parte del bosque que se extendía a lo largo de las cañadas y los valles profundos. Los sitios para esconderse no abundaban allí.
Mientras Rylan se aproximaba a los pies de las montañas, condujo al caballo a través de una grieta angosta que parecía producto de que los antiguos dioses hubieran abierto la montaña de par en par para crear un pasaje remoto que condujera al Jardín del Edén.
El camino lo condujo a un grupo de abedules y sauces que rodeaban un pequeño estanque. Satisfecho de que el lugar saciara sus necesidades, desmontó y amarró el caballo al tronco de un pequeño abedul plateado.
Rylan recorrió el bosque en busca de ramas secas para hacer una fogata. Al regresar al campamento, se arrodilló y apiló la leña en el suelo, acomodando las ramitas en una formación entrecruzada. Cuando elevó la mirada, vio varios arbustos con moras y bayas rojas. Ante la vista de los jugosos bocadillos, le gruñó el estómago. Recordó el día y se dio cuenta de que habían transcurrido varias horas desde su última comida.
Rylan terminó de acomodar la leña, se dirigió hacia los arbustos, comenzó a recolectar un gran puñado de ballas con sabor a tarta y, una a una, se las llevó a la boca. En breve, tuvo las puntas de los dedos manchadas de color púrpura del jugo que emanaban las frutas suculentas.
Luego de consumir todas las bayas que pudo, Rylan regresó al caballo. Extrajo una manzana de la bolsa y se la ofreció al animal avaro que se apresuró a arrebatársela de la mano.
Pedazo de bestia.
Volvió a meter la mano en la bolsa y extrajo su tartán para usarlo de manta, un pequeño cuchillo que se aseguró en el cinturón y una pequeña caja de metal en la que guardaba una piedra y un pedazo de acero para encender la fogata. En cuanto la fogata estuvo ardiendo, Rylan se quitó el tartán y se recostó contra el tronco de un sauce a descansar. Extrajo el pequeño cuchillo del cinturón y tomó un pequeño trozo de madera que había encontrado y, sosteniéndola con la mano lastimada, comenzó a tallar.
Al caer la noche, el bosque cobró vida con los sonidos de las criaturas nocturnas que acechaban y murmuraban en la oscuridad. Las ranas croaban, los grillos piaban, y un búho ululó desde las copas de los árboles. Incluso las llamas cobraron vida y bailaron alrededor de la leña seca.
Rylan clavó la mirada en las llamas mientras las imágenes de la sangrienta batalla de ese día le pasaban por la mente. Habían perdido a muchos hombres buenos. Con esa enemistad en curso entre los clanes, era seguro que muchos más morirían. Rylan rebanó un trozo de la madera que estaba sosteniendo. Era incómodo, pero pronto se las ingenió para encontrar un ritmo relajante para trabajar la madera con el cuchillo. Ese pasatiempo siempre había sido su método de lidiar con su estilo de vida violento y solitario.
Los párpados de Rylan comenzaron a abrirse y cerrarse con más lentitud hasta que ya no los pudo mantener abiertos. Antes de poder percatarse, se quedó dormido con el sonido de la fogata que chisporroteaba.
––––––––
De pronto, Rylan se despertó al oír un trueno cerca. No, no se trataba de un trueno, eran cascos de caballo. ¡Diablos! El sonido resonó a su alrededor. Rylan se incorporó de inmediato. Solo había querido descansar los ojos unos instantes. Los hombres estaban buscando algo, o a alguien. Aunque Rylan no los podía ver, sabía que se hallaban cerca. Lentamente, cambió el cuchillo para tallar por la daga que llevaba siempre en la bota y la sostuvo en equilibrio y lista. Al echarle una mirada a la fogata, supo que el humo había delatado su posición.
—¡Eeijt! —se regañó a sí mismo.
Enojado con él mismo, se puso de pie y corrió hacia la fogata para apagar las llamas. No había tenido la intención de mantenerla encendida tanto tiempo. El humo que flotaba en el aire no distaba mucho de que estuviera parado en la cima de la montaña, ondulando una bandera blanca y gritándole a todos los que lo oyeran vengan por mí, malditos bastardos
.
Rylan tomó el tartán de su clan, lo metió en la bolsa y se subió al lomo del caballo. Tomó las riendas y le dio una patada suave para instarlo a regresar por el pasaje angosto.
Los sonidos de voces humanas y cascos de caballos se incrementaron. La única oportunidad de Rylan era permanecer escondido en la oscuridad el mayor tiempo posible. Quizás entonces se quitaría a sus perseguidores de encima.
Mientras salía del valle y regresaba al extenso campo abierto, se mantuvo cerca de los pies de la montaña, en las sombras y alejado de la amenaza de ser delatado por el sol que pronto aparecería por el horizonte.
Sin saber con certeza cuántos hombres lo seguían, Rylan echó una mirada por encima del hombro. Unas figuras ensombrecidas cabalgaban a paso acelerado a sus espaldas, siguiéndole el ritmo. Contó cinco o quizás seis hombres. Le gritaron que se detuviera, pero Rylan aumentó la velocidad. Por el acento, supo que no eran del clan Sutherland los que lo perseguían en busca de venganza como él había creído, sino ingleses.
El corazón le latía al ritmo de un carnero y se estrellaba contra su pecho. Le comenzaron a sudar las palmas, lo que causó que las riendas de cuero se le deslizaran de las manos. Rylan estaba mal preparado para confrontar a los ingleses y, de hecho, prefería evitarlos por completo. No solamente hasta recuperarse de sus heridas.
Rylan tuvo dificultades para perder a los perseguidores, que se las ingeniaron para igualar su velocidad y mantener la distancia entre ellos. Si el brazo no le doliera como las mismísimas llamas del infierno, hubiera instado al caballo a cabalgar aún más rápido. A ese paso, las tropas inglesas seguramente lo alcanzarían cuando se agotara su montura. Rylan desvió al caballo por entre las hileras de árboles. Únicamente tenía una opción. Soltó la bolsa y la arrojó por encima del hombro, se puso de pie sobre los estribos durante un momento y luego saltó de la bestia que galopaba.
Al aterrizar sobre el brazo herido, Rylan se estrelló contra el suelo con un duro golpe seco y terminó rodando hacia un pequeño matorral que le puso un fin abrupto a su movimiento. En el momento en que impactó contra el suelo, se arrepintió de la decisión espontánea, apresurada e inmadura. Ciertamente, saltar de un caballo galopante no era una opción que volvería a escoger en el futuro cercano.
El dolor le recorrió el brazo y el pecho. Rylan soltó un gemido apretando los dientes para evitar gritar a todo pulmón al tiempo que las lágrimas le asomaban a los ojos. Yacía sobre el suelo del bosque, oculto en la oscuridad, enredado entre las ramas del matorral, y sufriendo un dolor atroz. Su caballo continuaba andando a toda velocidad y las tropas inglesas seguían la persecución, sin saber que iban tras un caballo sin jinete. En tan solo unos momentos, le pasaron por delante, y los sonidos de los caballos se comenzaron a desvanecer. Sosteniéndose el brazo, Rylan se levantó del suelo hasta quedar sentado. Las vendas se encontraban empapadas de sangre nuevamente y el dolor se le propagaba por el cuerpo entero.
Se pasó la mano por el cabello y examinó el paisaje. Aún quedaban varios kilómetros entre él y su destino: un encuentro con Charles De Walt, duque de Annandale. Rylan llevaba en el bolsillo una orden para su propio arresto y quería solicitar una petición de absolución. Como en el pasado había llevado a cabo una serie de tareas cuestionables para el duque, Rylan pensaba que era momento de saldar la deuda.
Con algo de dificultad, se incorporó. Al haber recibido el impacto de la caída, le dolió la cadera mientras andaba. Rylan anduvo con un leve cojeo. Las costillas magulladas lo obligaban a tomar cortas bocanadas de aire. Con cada respiración, podía sentir el espacio entre su caja torácica estrecharse, como si lo hubiera pateado un caballo. Sin embargo, Ryan no iba a permitir que su cuerpo machacado lo detuviera. Lucharía contra ese dolor insoportable. Después de todo, no era nada que no se pudiera curar con una larga siesta y un fuerte whisky. De solo pensar en la bebida, se le hizo agua la boca. Ya lo podía saborear: el líquido ardoroso quemándole la garganta y la sensación cálida en el estómago. Eso lo ayudó a distraerse del dolor y mantenerse concentrado en obtener la absolución.
Rylan supuso que aún le quedaban recorrer al menos ocho kilómetros antes de llegar a la aldea o pueblo más cercano. Al paso que iba, debería pasar por algún tipo de vivienda en la siguiente hora. Cuando llegara a la aldea, tendría que obtener un caballo y provisiones que le duraran el resto del viaje.
El día de verano se volvía cada vez más caluroso al tiempo que el sol ascendía en el cielo. El sudor le cubría la frente y el cuello. El césped le cosquilleaba las largas pantorrillas y se sentía como hojas largas que se mecían con suavidad contra su piel bajo el tartán mientras avanzaba por las praderas y los campos cubiertos de hierba. Cada vez que llegaba a la cima de una colina, otra nueva lo saludaba. Las colinas del terreno abierto eran como las olas sobre el océano.
Luego de casi una hora de andar bajo el sol abrazador, Rylan divisó la salvación en la forma de una pequeña granja de piedra a la distancia. Al lado de lo que parecía ser una pequeña casa de hacienda, había varios edificios pequeños y un gran establo de madera donde al menos dos caballos pastaban cerca de un gallinero de tamaño moderado.
Tras atravesar una abundante plantación de trigo, cebada y avena, Rylan salió del campo dorado y comenzó a andar por el camino de adoquines que conducía a la casa. No había nadie a la vista en el patio, excepto las gallinas, que picoteaban el maíz del suelo.
Al llegar al frente de la casa, Rylan llamó a la puerta y notó que no estaba cerrada. Cuando la golpeó, giró sobre las bisagras. Preparando la espada, Rylan dio un paso cauteloso hacia adentro.
—¿Hola? —Dijo mientras examinaba la habitación.
El interior era relativamente pequeño y solo había unas pocas posesiones a la vista. En la sala, había una mesa pequeña con dos asientos, un estante con algunos libros viejos reclinados contra una vela de cera de abeja, y un pequeño hogar en la pared más alejada. En uno de los extremos de la habitación, había dos puertas cerradas. En el otro extremo, una cocina con cuatro alacenas y una mesa de madera. Sobre la mesa, había una jarra de color café y un plato con una hogaza de pan.
Como no había nadie a la vista, Rylan dio otro paso adentro de la habitación. Lamiéndose los labios con codicia, tomó la jarra y bebió el contenido. El agua estaba cálida y estancada, pero le sació la sed. Mientras bebía apresuradamente, el agua el corría por la barbilla y caía al suelo. Cuando terminó de beber, dejó la jarra vacía, tomó un pedazo de pan y se lo llevó a la boca. Se lamió las migas de los dedos y examinó la habitación con más detenimiento. Mientras hacía un inventario, Rylan notó una cesta con cebollas enmohecidas, un tapiz sin terminar que yacía sobre el apoyabrazos de una pequeña silla de madera y una estantería en la que había una capa de polvo. Al parecer, al menos una mujer vivía allí.
Rylan salió de la casa y se dirigió hacia el establo para buscar a los dueños. Abrió la puerta de madera, entró y encontró que el establo también se encontraba vacío. Se le ocurrió que el dueño podría haber ido al mercado, lo que lo beneficiaría mucho.
Dentro del establo, había tres compartimientos vacíos alineados contra la pared izquierda y altas pilas de heno sobre la pared adyacente. En la esquina del establo, había una vaca en su compartimiento que pastaba de una pila de heno, y un contenedor de agua a lo largo de la pared trasera.
Rylan divisó un conjunto de viejas riendas de cuero que colgaban de una viga de madera. Para llegar a su destino a tiempo, iba a necesitar un caballo. Y, al parecer, allí había dos disponibles.
Rylan no se oponía a robar cuando era necesario, pero si lo devolvía cuando ya no lo necesitara, podría aliviar su consciencia sabiendo que regresaría el animal a su dueño.
Al alzar las manos para coger las riendas del clavo oxidado, Rylan soltó un grito de dolor. Se le tensó el pecho al sentir el dolor que se propagaba por su brazo y lo dejaba estupefacto. Supo que no estaba en condiciones de montar. Al menos no antes de colocarse unas cuantas vendas más.
Rylan se sentó en un banco y tomó una corta bocanada de aire. Estaba cansado y dolorido, su mente vacía de pensamientos. En ocasiones, era un misterio el motivo por el cual Dios se apiadaba de él y lo mantenía vivo.
Luego de frotarse los ojos cansados, Rylan se incorporó y tomó las riendas de la pared. Salió cojeando para buscar un caballo con el que reemplazar al caballo del rey que había perdido. Su mente revivió las últimas palabras que le había dicho el rey Jacobo antes de marcharse, y se preguntó qué habían significado sus órdenes.
—No puedo tomar un bando en la pelea de tu laird contra los Sutherland. Es demasiado arriesgado y necesito mantener buenos lazos con todos los jefes que aún quedan en las Tierras Altas —respondió Jacobo, tamborileando los dedos contra el escritorio—. Pero quizás les puedo dar una mano.
—¿Eso qué quiere decir?
—Tengo la costumbre de conocer a mis enemigos y de conocerlos bien. Pero esto no lo has oído de mí.
—Entiendo —dijo Rylan, inclinándose más cerca.
—Bien. Ve al sur por