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Venezuela a la distancia
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Venezuela a la distancia

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La distancia da perspectiva, aclara la imagen, embellece al difuminar a la vista los defectos, aleja y trae añoranza. Y así, a la distancia, es como miran su país doce venezolanos que retratan su patria en pasado, describen su presente lejos de ella y sueñan sobre su lugar en el futuro. Estas páginas recogen las vidas de una docena de migrantes que ponen rostro y nombre a la diáspora del país latinoamericano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 feb 2021
ISBN9788418527432
Venezuela a la distancia

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    Venezuela a la distancia - Joanna Ruiz Méndez

    Entrevistas cara a cara

    Kelly

    Fotografía cedida por Joanna Ruiz.

    Kelly, la memoriosa

    Agosto de 2019

    Bogotá, Colombia

    A Kelly se le confunden algunas fechas, pero los recuerdos los mantiene frescos en su memoria. Tan frescos que es capaz de contar, de forma minuciosa, hechos lejanos como los paseos a la playa que hacía con su familia cuando era niña: se acuerda del short corto que se ponía, de las cholas[1] que le evitaban quemarse los pies con la arena que hervía bajo el sol, de los almuerzos de pescado frito y tostones[2] —emblemáticos de las zonas costeras venezolanas— y del recorrido desde un pueblo en el antiguo estado Vargas[3] que hacía con su familia a pie para poder llegar a la playa favorita de su padre de crianza. Tampoco escatima detalles para relatar situaciones más recientes, como todo el proceso previo que implicó salir de Venezuela: la impaciencia, las idas al terminal de buses, los pensamientos que se le cruzaban en ese momento en que salir del país parecía más una epopeya que el paso definitivo de un plan que había empezado a gestarse hacía más de un año.

    Kelly de Olim Lindarte, de padres migrantes como lo terminaría siendo ella —mamá colombiana, papá portugués—, de contextura delgada y cabello oscuro teñido de rubio, no solo tiene una memoria prodigiosa, sino un verbo fluido. Habla con seguridad: pocas veces titubea y siempre mira a los ojos. Narradora meticulosa, cuenta su historia sin omitir detalles, quizá porque sabe que es en ellos en donde se sucede la vida.

    Vivir con inseguridad

    Kelly nunca tuvo vocación de migrante. Jamás contempló, ni cuando era adolescente ni estudiante universitaria, la posibilidad de irse de su país. Ya de adulta, sin embargo, empezó a convivir con la desesperanza. Sentía que ni en un año, ni en dos, ni en cinco mejoraría la crisis en Venezuela. El instinto, y quizá la vida cotidiana, le decían que el país estaba muy mal y no estaría mejor en el futuro.

    Allí vivía en una casa humilde, de techo de zinc, en el sector Piedra Azul, Baruta, un municipio que hace parte del Distrito Metropolitano de Caracas. Compartía el hogar con su esposo, su hija, su mamá, dos hermanos, una sobrina, un tío y, en ocasiones, un sobrino que pasaba algunas temporadas allí. Durante sus últimos tres años en Venezuela tuvo un empleo que le gustaba en una empresa en la que se sentía cómoda: trabajaba en el área de recursos humanos, tenía un buen paquete de beneficios, le asignaron responsabilidades en tres ciudades del país y le daban facilidades para que pudiera combinar su rol profesional con su maternidad y vida familiar. A pesar de estar viviendo un buen momento laboral, Kelly supo en 2015 que tenía que irse del país.

    A inicios de ese año, por el cargo que tenía, fue elegida para organizar los aspectos logísticos de una charla para los empleados. Se llamaba «La seguridad depende de ti». La idea era enseñarles herramientas para que pudieran enfrentar, de la mejor manera posible, una situación de violencia. Kelly estaba organizando el espacio, pero era una espectadora más porque desconocía el contenido exacto de la presentación. Recuerda que dentro de los ponentes estaban unos especialistas en seguridad, un representante del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) y profesionales que se dedicaban a investigar secuestros.

    La elección del tema no era casual y estaba enmarcada en un contexto de país en donde la inseguridad era un tema recurrente: según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), en 2014 hubo una tasa de setenta y seis muertes violentas por cada cien mil habitantes. En 2015, en datos del mismo organismo, la situación se recrudecería con una tasa de ochenta y un fallecidos por cada mil habitantes[4], además, el índice de paz global de ese año ubicaba a Venezuela como el segundo país con la mayor tasa de homicidios por cada cien mil habitantes, solo superado por Honduras[5].

    Durante la charla, los expertos abordaron temáticas como los secuestros exprés, explicaron cómo se sentía y comportaba una persona cuando iba a robar y dieron recomendaciones sobre el modo de actuar si eran víctimas de un atraco. «Se estaba viviendo que no solo te robaban, sino que también te mataban», rememora Kelly. «Muchos de los participantes empezaron a contar historias que les pasaban a sus amigos o que ellos vivieron. Muchos hablaron hasta de secuestros de niños».

    A ella, lejos de hacerla sentir preparada, la charla la puso muy nerviosa. Después de escuchar a los expertos, se imaginó lo que podría suceder cuando ella o su mamá tuvieran que llevar a su hija, en ese momento una bebé, al colegio. Y también consideró que, a pesar de las recomendaciones, al final no podía estar segura de cómo iba a reaccionar ante un robo: durante su embarazo fue víctima de uno y su instinto fue forcejear con el ladrón para que no se llevara su cartera. Pensó en ella. Pensó en su familia. Y, después de considerar las posibilidades, pensó que no valía la pena vivir así.

    Ese mismo día convocó a su mamá, a su esposo y a sus hermanos para contarles lo que había escuchado durante el evento. Les dijo que, más allá de la situación económica, estaban corriendo un gran riesgo al quedarse. Ellos no eran adinerados, pero los expertos que se habían presentado fueron enfáticos en que un hecho violento podía pasarle a cualquiera: les podían robar desde un teléfono hasta un monedero. Kelly recuerda que en las noticias incluso se hablaba de robos de bolsas de mercado.

    Desde ese momento, comenzaron a armar el plan para salir de Venezuela. Necesitaban empezar a comprar dólares, apostillar y legalizar documentos —como los títulos universitarios— y tramitar sus documentos como colombianos. Los tres hermanos podían hacerlo, gracias a la nacionalidad de su mamá; asimismo, como la suegra de Kelly era de Colombia, su esposo también tenía esta opción.

    Decidieron que a mediados de año Kelly viajaría con su mamá a la ciudad fronteriza de Cúcuta, en donde tenían familia, para poder conseguir más información sobre cómo estaba la situación en el vecino país. Así lo hicieron y, como muchos venezolanos, quedaron sorprendidas cuando entraron a un supermercado: pudieron constatar, aún más, todo de lo que carecían. Los familiares, conscientes de la situación por la que atravesaba Venezuela, se comprometieron a brindarles una mano cuando volvieran a Colombia para quedarse de manera definitiva. Los recibirían en su casa a todos, si hacía falta. «La idea no era pedirles que nos mantuvieran, pero sí (que nos recibieran) los primeros días, mientras nos ubicábamos», explica.

    El primero en irse, en noviembre de ese mismo año, fue su hermano menor, quien acababa de graduarse como comunicador social. Él no llegó a Cúcuta sino a Medellín, en donde vivía su papá. En 2016, su mamá vendió lo que tenía para comprar dólares y en octubre se fue a Cúcuta junto a su otro hermano. Kelly, su esposo, su hija y los sobrinos, que vivían con ellos después de que una de sus hermanas murió, serían los próximos en migrar.

    Vendieron lo necesario para poder mantenerse: la mayor parte de sus ingresos y ahorros estaban destinados a los pasajes en bus y a uno o dos meses de arriendo para cuando estuvieran en Colombia. Cuando su mamá se fue, Kelly anunció en su empresa que se iba, y aunque les dio suficiente tiempo para conseguir un reemplazo y ella misma se encargó de dirigir el proceso de selección, no pudo dejar a nadie en su puesto. La mayoría de los candidatos con los que lograba comunicarse y cumplían con el perfil tenían el mismo plan que ella: migrar. «Todos los profesionales se estaban yendo», cuenta.

    Aunque la decisión de Kelly ya estaba tomada, sabía que lo único que tenían garantizado era el apoyo de una familia humilde en Cúcuta. Nadie podía ofrecerle la certeza de la estabilidad o un buen empleo. «A pesar de que mi hermano menor pudiera tener un trabajo, no nos iba a mantener a todos. Iba a ser un apoyo: de una mano, un dedo. Pero necesitábamos los cinco dedos». A la incertidumbre se sumaba el hecho de que el dólar no dejaba de subir: cuando recibió su liquidación y pudo vender algunas cosas, adquirió dinero en esta divisa por un monto tres veces mayor[6] al que había conseguido su mamá en octubre. Es decir, aunque esta vez eran más personas, llevaban menos plata. Muchos compañeros la cuestionaron, preguntándole si estaba segura del paso que iba a dar o recordándole que tenía una hija. Y, ante esto último, ella solo respondía: «Es por ella. Es por ella».

    Sin pasaje de regreso

    En diciembre de 2016 decidieron viajar. Además de coincidir con otras familias que también tenían intenciones migratorias como ellos, se sumaba el hecho de que muchos venezolanos viajaban internamente para pasar las fiestas con sus seres queridos fuera de Caracas.

    Comprar los pasajes, que parecía un requisito administrativo más, se les volvió un dolor de cabeza. Intentaron conseguirlos los primeros días del mes para poder viajar antes del 15. Sin embargo, no había disponibilidad. «No podías comprarlos con días de anticipación: tenía que ser un día antes del viaje», cuenta Kelly.

    La demanda superaba la oferta y la empresa con la que quería viajar Kelly —porque le generaba más seguridad que las otras— solo tenía disponibles cuatro buses diarios para San Antonio, la ciudad venezolana más cercana al paso fronterizo con Cúcuta. Una vez que vendían los suficientes pasajes para llenarlos, dejaban de hacerlo, sin importar qué tan larga estuviera la fila de espera.

    Además, existía la posibilidad de que cuando tuvieran que pagarlos no pudieran hacerlo con tarjetas, porque el sistema a veces no funcionaba. Si eso pasaba, implicaba otro reto: por esa fecha, era noticia que había una grave escasez de efectivo en Venezuela que se había recrudecido a raíz de la decisión tomada por el gobierno de Nicolás Maduro de sacar de circulación los billetes de cien bolívares precisamente en diciembre de ese año.

    El 18 de diciembre se fue con su sobrino muy temprano, y a las cinco de la mañana comenzaron a hacer la fila. Cuenta que mucha gente ya dormía en los alrededores del terminal desde la noche anterior para poderse asegurar un cupo en los buses. A las ocho empezaron a vender, y cuando avisaron que solo quedaba disponibilidad de pasajes para un bus, ella pidió: «Dios mío, ojalá lleguemos, ojalá estemos entre los cuarenta que van a llenarlo». Sin embargo, hicieron la cuenta, y por su ubicación ya no alcanzaban a entrar. Después de casi seis horas de espera, tuvieron que irse con las manos vacías.

    La situación comenzaba a tornarse desesperada. La razón principal era que se estaban gastando los ahorros destinados para sus primeros días en Cúcuta en Venezuela. «Se nos estaba yendo la plata en la comida, y no comíamos bien, porque uno ya no comía bien», explica. Cuando llegaron a la casa, acordó con su sobrino en que él se iría esa misma noche a comprar los pasajes. Tenían que irse del país. Tenían que cumplir con el plan. No podían esperar más.

    Cuando Kelly piensa en esos días, reflexiona: «Para el venezolano, emigrar no era solo salir y dejar todo: era lo que tenía uno adelante, era un trabajo. Ya tenías todo, y que nos costara tanto comprar un pasaje de un bus… era algo como inexplicable. Nos pasaron muchas cosas. Cada momento era complicado, así lo tuvieras planificado». Les habían avisado de que habían cerrado la frontera y de que quizá no iban a poder pasar[7]. Sin embargo, ella no se amilanó porque sentía que, cada día que pasaba, les quitaba la esperanza y las ganas de salir.

    El 18 de diciembre, en la noche, su sobrino y esposo salieron al terminal. Cuando llegaron, se encontraron con otra fila larga, pero, gracias a una lista que Kelly había armado en la mañana con los nombres de los que estaban presentes y a que algunas de esas personas anotadas reconocieron a su sobrino, pudieron adelantar unos puestos. El 19, finalmente, compraron los pasajes. Solo en ese momento se despidieron de algunas personas de su barrio y en la tarde salieron con varios bolsos y maletas.

    «No era fácil, no era un bolsito con cuatro cosas, no era qué te vas a quedar y te vas a devolver. ¡Era tu vida! Era lo importante. La plata era otro tema: ¿dónde esconderla? Nos daba miedo que los guardias nos quitaran los dólares», cuenta.

    El 20 de diciembre emprendieron el viaje. Kelly, al igual que su madre migrante que había dejado Colombia cuarenta y cuatro años antes, a los dieciséis, se iba de su tierra sin un pasaje de regreso. Por fortuna, el paso de la frontera —a pie— fue más sencillo de lo que esperaban. No les revisaron mucho las maletas y, ya del lado colombiano de la frontera, un primo los estaba esperando. A ella, que le daba miedo que no la dejaran salir, cruzar el puente bajo un sol pesado y mucho calor irónicamente le dio un respiro: sentía que lo más duro había pasado.

    La migración, planificada hacía más de un año, ya se había hecho realidad. Aunque cruzar la frontera ese 21 de diciembre de 2016 había cerrado un ciclo en Venezuela, representaba la apertura de un capítulo en Colombia que también tendría sus propios retos y complejidades.

    En busca de una oportunidad

    Kelly estaba decidida a conseguir un trabajo lo antes posible. Una vez que pasaron las fiestas decembrinas en familia, su meta era tener un empleo para el 15 de enero. Buscaba una oportunidad laboral en un país que, durante el primer trimestre de 2017, contaba con 2.592.000 personas desempleadas y una tasa de desempleo del 10,6 %; en Cúcuta, esa cifra aumentaba a 18,3 %[8]. Su hermano menor, quien consiguió una oportunidad laboral en Bogotá, les dijo que podría ayudarlos a pagar la mitad de un arriendo para que pudieran ubicarse en otro lugar y así incomodar lo menos posible a los parientes que los habían recibido. Ella puso la otra mitad y se movieron a una casa al frente de la de su familia que justo se había desocupado.

    Allí se fue con su esposo, hija y sobrinos: su mamá se marchó a Bogotá a acompañar al hijo menor, y el otro, que había migrado con ella en octubre, decidió irse a Medellín. Llegó el 15 de enero y la encontró sin trabajo. Su sobrino encontró un empleo temporal como obrero y su esposo consiguió hacer unos tatuajes: esos ingresos les permitían comprar comida y pagar algunos gastos fijos, pero poco más.

    Cuando había visitado Cúcuta en 2015, a Kelly la habían sorprendido los supermercados llenos, pero también la había emocionado el ambiente de la ciudad. En 2017, sin embargo, fue testigo de otra realidad. «Ajá, el supermercado está lleno, todo está muy bonito como se veía, y (tenía) lo que no teníamos allá, como las medicinas. Pero ¿cómo compro? No tengo plata», era lo que pensaba. Aunque antes de emigrar había sacado sus cuentas con base a un sueldo mínimo y veía que le podía dar para mantenerse, en enero ni siquiera contaba con eso. Cuando se acercaba el fin de mes veía que debía pagar arriendo de nuevo y que la comida no alcanzaba: eran cinco platos de comida tres veces al día. Agradece que, a pesar de las dificultades, nunca se acostaron sin comer y no estuvieron en la calle como sí ha sucedido con otros migrantes venezolanos no solo en Colombia, sino en otras partes del mundo.

    Sus familiares en Cúcuta le hablaron de un contacto que quizá podía ayudarla, pero nunca se concretó: pasó enero y todavía no le había salido un empleo. Kelly, quien tenía un título de Técnico Superior Universitario en Administración mención Personal y una licenciatura en Administración Integral, no aspiraba a conseguir algo relacionado con su carrera. Estaba dispuesta a trabajar en lo que saliera y eso lo tuvo claro desde que decidió emigrar. «Si era de limpiar, cuidar niños, dar clases», rememora. Lo que buscaba, con ansias, era una oportunidad.

    Febrero llegó, pero no el empleo que buscaba. Justo por esa época, su hermano menor decidió pasarse a un departamento en Bogotá —antes vivía en una habitación— y acordaron que su mamá se quedaría de forma permanente con él. Kelly vio en ese cambio una posibilidad de ir a vivir con ellos, porque en la capital colombiana era más factible que pudiera conseguir trabajo. Su hermano accedió a que ella y la niña vivieran con ellos.

    Se reunió con su esposo y sus sobrinos para explicarles la situación. Les contó que, aunque no sabía por cuánto tiempo los dejaría y que le dolía hacerlo, sentía que podía irle bien en Bogotá. «Me quedaba una plata que me alcanzaba para el pasaje; si yo me quedaba más tiempo, ni para el pasaje iba a tener». Y fue así como, el 13 de febrero, llegó a Bogotá.

    Comenzó a llenar currículos, a ubicar direcciones dentro de la ciudad, a aplicar a empleos. Nada salía. Pasó febrero y seguía sin trabajo. La llamaban, pero nada se concretaba, y en el camino se enfrentó a experiencias disímiles —y decepcionantes— que le iban minando el ánimo.

    Uno de los procesos fue con una empresa reconocida que tenía sus oficinas a las afueras de Bogotá: aunque tuvo que pararse muy temprano para llegar a tiempo y cumplió con la cita que le habían puesto, al llegar le informaron que no podían realizarles a ella y a las otras candidatas las pruebas psicotécnicas en ese momento. Quedaron en enviárselas por correo electrónico: nunca llegaron y no la volvieron a llamar.

    En otra ocasión, tuvo una entrevista en la que percibió que la persona que sería su jefa no estaba tan preparada para el cargo que ejercía y que quizá se sintió amenazada por toda la experiencia que Kelly había acumulado en Venezuela. «Yo terminé evaluando a la mujer. Me sintió competencia. Ella quería buscar a alguien que tuviera conocimiento, pero que ella le tuviera

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