Las caras y las arcas (Trilogía)
Por Sergio Infante
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Como en otras obras de este autor, en Las caras y las arcas se aprecian las alusiones literarias y míticas, clásicas y populares, y una buena dosis de humor que no impide la profundidad de los
poemas.
ACERCA DEL AUTOR:
SERGIO INFANTE (Santiago de Chile, 1947) ha publicado los siguientes libros de poemas: Abismos Grises (1967), Sobre Exilios/Om Exilen (1979), Retrato de época (1982), El amor de los parias (1990), La del alba sería (2002) y Las aguas bisiestas (Catalonia, 2012). Su poesía también se ha dado a conocer en antologías, revistas y periódicos de América y Europa, tanto en castellano como traducida a otras lenguas. En 2008 publicó la novela Los rebaños del cíclope (Catalonia). Es autor de la tesis doctoral El estigma de la falsedad. Un estudio sobre “Yo el Supremo” de Augusto Roa Bastos (1991) y de un número significativo de artículos sobre crítica literaria. Desde 1975 reside en Suecia, donde, por más de veinte años, se desempeñó como profesor de literaturas hispánicas en la Universidad de Estocolmo.
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Las caras y las arcas (Trilogía) - Sergio Infante
cariño.
EL LLAMADO
¿Dónde se habrá metido el poeta?
Susurros en el sótano,
la pregunta de un divo
que se rasca en la tumba.
Es el Gran Rasca,
rasca que te rasca
la guitarra
Warlock Widow
tatuada entre viejas mataduras.
Así abre paso a su emergencia,
el cepo de citarme y retenerme
cuando él, sin cara precisa,
en mi voz precisa encaramarse.
Y que yo soporte su última larva
atravesada en mi lengua
como un micrófono
en la corbata de un animador.
ETERNOS PRELIMINARES
1
El encargo escurre alevosía,
nunca me atreví a hablar
por los que no tienen voz
ni mucho menos hablar
por los que fingen no tenerla.
Lo digo sin asegurarme
si ya estoy hablando por esa voz
o si mis años de cazafantasmas
me dispensan de cantervilles
y otros viles chocarreros.
Al final nunca quedará claro
si suplanté esa voz
o si ante ella me rendí
menos siervo que zombi,
un número primo del poder.
2
No quiero llegar y despeñarme
en el esbozo del Gran Rasca,
demanda precipicios velados
por el vaho de su boca incierta.
Recurro a textos venerables:
Tropiezo y veo estelas mayas,
o seres de escafandra y piedra
que las arenas del desierto vuelven
a sepultar cuando se agitan
con el paso del Rally Dakar
y yo no alcanzo a percatarme
si aparece el Gran Rasca en esa piedra.
Tropiezo, de puro encandilado,
en papiros, en vitelos y en muros,
con plagas y plagios de profecías
y pendencias entre amos de lo alto,
que derraman el terror sobre la tierra
y meten fuego al inframundo:
sótanos, cloacas, catacumbas,
cavernas, desfiladeros umbríos
donde resisten los vencidos,
se reponen, preparan la revancha.
Repto y dejo rastros de pupila
en esas verdades de afán perenne,
añadidas la pasión y la pulsación
hesitada de escribas y grafiteros.
Sea cual sea la era y su guarismo,
el granito ancestral de unos pilares,
o la polilla en la pluma de los atrapasueños,
siempre hallo indicios del Gran Rasca.
Parece que se mete en nuestras mentes
y le da lo mismo ser héroe o villano.
Tropiezo en meteoros. Cuentan que un diluvio
los lavó y disimuló en los pastizales.
Algunos cayeron cuando aún no existían
ojos terrestres hechos para aterrarse
con tan duros arcanos del Universo.
Esos siguen hundiéndose, humus adentro,
por la carga creciente de todas mis preguntas.
Tropiezo en la cuerda que me tienden
poetas, politólogos, filósofos,
hombres de ciencia, chamanes,
sibilas con posgrados en Harvard,
pontífices-todo-terreno varados
en las marismas de un misterio
que el mar de fondo se ha engullido.
3
Al salir de la Corte –donde apelé
contra una rigurosa sentencia
por remedo y suplantación de persona–
me cruzo con dos extintos camaradas,
llevan años reciclados de lobistas.
Se dirigen al palacio de Gobierno
(allí, muy a tono con la sombra del trono,
los lobistas suelen quedarse traspuestos,
empeñados en soñar con los minutos
en que invisibles ocupan ese trono).
A nuestras zalemas de buena crianza
se incorpora sin aviso un chaparrón.
¡Qué expeditos los paraguas de lobista!
Dos bóvedas de ligera obsidiana sepultan
mi cuerpo todavía dudoso y vertical,
escucho: —Vente con nosotros, viejito—
la invitación destila una amabilidad
fogueada, travestida de fogosa.
—¡Vente! Y antes de morir tendrás
tus diez minutos de Gran Rasca.
—Alguien debe quedar para contarlo—
replico, sin conseguir esconder
el recelo tembleque del gato escaldado.
4
Adonde usted se empecine en llegar,
lugares o edades, revelaciones macabras
o esplendorosas, estampadas en códices
o transmitidas en directo si así lo desea,
siempre hallará, usted, perfiles testaferros.
Nunca esa silueta fugaz y a contraluz
cuyo borrón esboza una espera.
Rasca anagrama de Caras.
Aquí se queda corto Jano
y sus dos perfiles. Ni siquiera
alcanza la medida Lon Chaney,
el hombre de las mil caras.
No me basta con un mito