En 1808 comenzó a temblar el suelo de las instituciones del Reino de España e Indias. La doble abdicación real de Bayona fue interpretada a ambos lados del Atlántico como una decisión arrancada por la fuerza, carente de cualquier legitimidad, justo cuando poco antes, en marzo, el acceso al trono de Fernando VII había sido saludado con muestras de alborozo o al menos con signos de alivio, pues suponía el final de las impopulares políticas de Carlos IV. Desde finales de mayo, las juntas provinciales poblaron la Península de nuevas autoridades que promovían la guerra y dictaban proclamas patrióticas.
En América, el proceso no sería tan sencillo y a la postre daría lugar a una serie de revoluciones que en tres lustros pondría fin al imperio continental y al nacimiento de once naciones. Los cambios políticos habidos en la metrópoli, el vacío de poder que trató de remediarse mediante el concierto de personalidades del Antiguo Régimen contrarias al gobierno intruso y sectores del estado llano encontraron en el Nuevo Mundo una situación institucional distinta y una diferente disposición. En primer lugar, la jerarquía social y la autoridad política se mantenían intactas, a diferencia de la península. En segundo término, la tesis de la reversión al pueblo —o a la nación—de la soberanía que ejercía el rey, y que al hallarse vacante el trono exigía un nuevo pacto, adquiría de repente un significado peculiar. Hasta entonces, los