Desde que el mundo es mundo, los videojuegos han perseguido el sueño de la inmortalidad con más ahínco que Ponce de León. Aquellas máquinas que copaban los salones recreativos estaban preparadas para recibir ríos de monedas durante años, merced a experiencias directas que se habían ideado para disfrutarse una y otra vez. Ese espíritu se mantendría en muchos géneros carentes de un principio o un final al uso, como los matamarcianos, la lucha, la velocidad, el deporte…
No obstante, a medida que los arcades retrocedían y las consolas domésticas se consolidaban con las sucesivas generaciones, fueron imponiéndose otras fórmulas algo menos rejugables, con historias y desarrollos más autoconclusivos. Por supuesto, cualquier juego podía ser rejugado, y siguieron existiendo las fórmulas arcades, pero, ciertamente, no era lo mismo ir a diario a echarles monedas de cinco duros a Pac-Man, OutRun o Street Fighter II que pasarse Final Fantasy VII, Super Mario 64 o Shenmue semanal o mensualmente.
Ahora bien, cuando entró en juego internet, algunos géneros recuperaron parte de aquella idiosincrasia inmortal. Al fin y al cabo, jugar online a simuladores deportivos o shooters competitivos era una versión modernizada de los vicios en los salones recreativos. Pero aún estaba por llegar la verdadera dimensión del juego online, con los contenidos descargables, que abrían un nuevo mundo de posibilidades para prácticamente todos los tipos de juegos.
En PC, era algo que ya se veía desde los tiempos de o , que crecían a lo largo de los años. En consolas, esa evolución fue más gradual. En la generación de PS3, Xbox 360 y Wii, nos enteramos de lo que eran los DLC. Y, luego, en la de PS4, Xbox One y Switch, se popularizó ya lo que hoy entendemos por juegos como servicio, es decir, títulos que suelen exigir estar conectado a internet y que tienen una vida comercial muy longeva, pues su puesta a la venta es sólo el inicio de un largo camino de expansiones y actualizaciones pensadas para fidelizar a