EN LA CUBIER TA de un buque de investigación de 17 metros de largo en la bahía de Monterey, California, Karen Osborn se asoma a una hielera llena de agua de mar y con una galaxia de formas de vida que se sacuden en ella. Minutos antes, esta constelación viviente emergió de una red que habían remolcado unos 450 metros hasta el fondo, a través de un reino entintado por una oscuridad casi total. “¡Qué buena pesca!”, exclama.
La criatura más intrigante es un calamar del tamaño de una mano que resplandece con un tono rubí. El calamar fresa (como se le conoce) está bien adaptado a su hábitat; cuando se sumerge lejos de la luz del sol, su color rojo se desvanece hasta convertirse en un negro marrón que lo funde con su entorno. Los brillos ocasionales de las bioluminiscencias a lo largo de su cuerpo sorprenden a los intrusos y sus ojos desiguales miran en dos direcciones al mismo tiempo: uno, gigante y amarillo, mira hacia arriba y detecta las siluetas que flotan por encima; el otro, más pequeño y azul, mira hacia abajo en busca de presas que resplandezcan en la oscuridad. Este ejemplar está sorprendentemente impecable. “Suelen estar todos raspados”, comenta Osborn. Puede