DESDE SUS ORÍGENES, EN LA MÁS REMOTA ANTIGÜEDAD, las fiestas han constituido un interludio en la vida diaria del hombre y, al tiempo, una forma de exaltar la misma. Un bullicioso remanso pleno de excitación y trascendencia. Marcan una pausa en los afanes cotidianos que, subvertido temporalmente el orden establecido, reconduce nuestra actividad hacía lo íntimo y espiritual. De hecho, las fiestas surgieron como expresión de la vivencia colectiva del orden sagrado, para celebrar el misterio de la vida. Y, así, no se relacionan con lo mundano y lo frívolo, como tantas veces se afirma, sino con nuestra dimensión trascendente.
Una de las sensaciones del pasado Sant Jordi fue el librito –él mismo lo califica así– de Albert Serra, transcripción del improvisado pregón del cineasta bañolino a las fiestas del mártir libertador