magina vivir en el cuerpo de otra persona durante unas horas. Ser de raza negra, asiática o caucásica, ser bajo o alto, o ser hombre (si eres mujer) o a la inversa. Imagina, por ejemplo, encarnar el cuerpo de una mujer en Ciudad de México, y pasear por sus calles recibiendo los acosos diarios, sintiendo el mismo asco. O que estás en un bosque, y escuchas el coro del alba de los pájaros, te relajas con el esplendor verde, y que lo haces durante un confinamiento, encerrado en un piso de cincuenta metros cuadrados, dentro de una cárcel, o en un largo viaje – por qué no- a Marte. Imagina también que ese hipotético viaje a Marte lo puedes hacer desde el salón de tu casa. O que sufres una fobia a las palomas (colombofobia se llama), y que te obligan a enfrentarte a ellas, palomas que en esa experiencia se multiplicarán, serán miles, te rodearán y, después, tras hacerles frente, las palomas de tu ciudad hasta te parecerán poca cosa…
Imagina que… ya es suficiente, que paramos de imaginar aquí, porque esta tecnología, en realidad (virtual), va más allá de la imaginación. Tiene un potencial enorme, aún difícil de calcular. Los psicólogos clínicos, por ejemplo, parecen encantados con sus posibilidades, como el hada madrina que acaba de encontrar un espejo mágico...
Son ya numerosos los estudios en múltiples campos sobre el empleo de la realidad virtual (RV), tanto a nivel terapéutico como experimental. Se lleva investigando desde hace varias décadas qué le ocurre al ser humano cuando es expuesto a ella, cómo reacciona, qué impacto psicológico y fisiológico tiene.
Los resultados son llamativos. Las preguntas filosóficas que emergen tras cada inmersión, antiguas, diríamos que eternas (el mito de la caverna de Platón, o el, el mundo como ilusión, de los hindúes, o, más recientemente,