DOMINGO 11 DE JUNIO A LA 1:12 AM
Una noche ajetreada. La centenaria competencia de Le Mans –icónica carrera de 24 horas realizada al noroeste de Francia– lleva iniciado poco más de ocho horas. Los mecánicos del equipo Penske Motorsport de Porsche están dormidos, acomodados en sillas plegables bajo el resplandor quirúrgico del garaje. Afuera, el carril de pits está tranquilo. El silencio durará tres minutos más hasta que los más de 50 participantes, que actualmente se encuentran detrás del carro de seguridad, pasen la recta de salida/llegada con una luz estroboscópica y ensordecedora: entre ellos, los superautomóviles Porsche 963 con luces de freno estilo Tron, una salva de veloces Chevrolets 911s, Ferraris, Toyotas, Orecas LMP2, Alpines y Aston Martins, y el alocado petardo de la Nascar explotará para después desaparecer como lo hace un tren en camino hacia la chicane Dunlop.
Incluso no viajando tan rápido, la velocidad y el ruido de los coches es algo maravilloso. Motivados por las gradas, la presión de las masas golpea los tímpanos y el pecho. Sin embargo, el equipo de de Porsche aprovecha para dormitar, aparentemente muertos en pleno torbellino. Luego, una palabra suena en el auricular y los ojos se abren. La tripulación se pone de pie, se estira; las sillas están despejadas. Algo ha sucedido en la pista. La administración de la carrera y el equipo dequedan helados y tensos en la parte trasera de la habitación. Los monitores muestran faros empujándose en el arcén del carro de seguridad, como estrellas fugaces en la recta Mulsanne.