Fascinante, excesiva, mítica…
Esta crónica de nuestra corresponsal, con la guía de la curadora del museo, Stéphanie Cantaruttiy los testimonios acuciosos de diversas fuentes (investigación de época, libros de memorias), traza un perfil sobrecogedor de la también llamada Emperatriz del Teatro. Aquí lo inverosímil y lo descomunal tocan los bordes de la leyenda.
PARÍS, FRANCIA.- “¡Cómo actúa esa Sarah! Apenas la oí pronunciar las primeras palabras con su voz vibrante y adorable, tuve la sensación de que la conocía desde hace años (…) Ninguna de las frases que pronunciaba me hubiera podido sorprender, creía de inmediato todo lo que contaba. El mínimo centímetro de ese personaje lo embruja a uno (…). Es un ser extraño: me es fácil imaginar que no necesita en absoluto ser distinta en la vida y en el escenario.”
Sigmund Freud sofoca de emoción cuando escribe estas líneas en 1885 al salir de una función de Fédora, un drama histórico de Victorien Sardou en el que Sarah Bernhardt deslumbra al público del Théâtre de la Porte Saint-Martin. El joven médico austríaco que acaba de llegar a París para trabajar con el neurólogo Jean-Martin Charcot sobre hipnosis e histeria, aún no sienta las bases del psicoanálisis, pero le basta una sola función para percibir la esencia de la personalidad de la actriz más allá de su poderoso magnetismo. Tal como lo presiente Freud, “Sarah Bernhardt ‘no hace teatro'. Sarah Bernhardt ‘es’ el teatro”. Lo es en forma absoluta tanto en el escenario como fuera de él, lo es en cada instante de su vida y lo seguirá siendo hasta su último suspiro.
A lo largo de medio siglo la actriz interpreta con una intensidad inédita, voz cristalina y gestualidad peculiar papeles protagónicos femeninos como masculinos en unas 120 obras, entre las que sobresalen tragedias de William Shakespeare y Jean Racine o dramas de Victor Hugo y Edmond Rostand.