Esos moros que aparecían de improviso en las costas españolas –y en los virreinatos de Sicilia y de Nápoles– procedían de una serie de enclaves del norte de África. Un territorio que, desde finales de la Edad Media, se conocía como Berbería (a sus habitantes se les denominaba berberiscos). Se extendía por la zona costera de lo que hoy es Marruecos, Argelia, Túnez y Libia, y estaba habitado por tribus bereberes, unas gentes que tenían en común poco más que una misma religión: el islam.
En algunas ocasiones, excepcionalmente, hubo gobiernos unificados, como ocurrió en la época del Imperio almohade. Pero lo habitual era que un gobernante controlara una ciudad y el territorio que la rodeaba, aunque algunos de ellos recibieran el título de reyes, como en los casos de Tremecén y Fez. La más poderosa de las ciudades de Berbería era Argel, principal enclave, a su vez, de los piratas berberiscos.
Los ataques de estos contra las costas del Mediterráneo español eran una realidad desde mucho antes de que desapareciera el último Estado islámico en la península, con la entrada en Granada en 1492 de los que más tarde serían denominados Reyes Católicos. Toda la costa de lo que conocemos como el mar de Alborán pasó a manos de la Corona de Castilla, al dejar de pertenecer al sultanato de Granada. A partir de esa fecha, las incursiones de