En 2015 Román Mazurenko muere y su amiga, Eugenia Kuyda, comienza a extrañarlo mucho, muchísimo. Sus charlas, sus mensajes, esos mil momentos de conversación sin motivo y sin límites, se habían ido para siempre. Y ella, que además de periodista era tecnóloga, sencillamente no lo toleró. No podía aceptar un mundo sin su mejor amigo y menos aún que él se hubiera ido sin más, que entrara en eso que –con tanto tino– Atahualpa Yupanqui llamaba “el gran silencio”.
Decidió entonces ir por un prodigio. Y uno grande: “resucitar” digitalmente a Román. Para ese entonces Eugenia ya estaba interesada desde hacía años en la inteligencia artificial e incluso había desarrollado redes neuronales en las que decidió cargar las miles