A los habitantes de Zagreb les gusta decir que es una gran ciudad disfrazada de pequeña urbe. Su ritmo relajado y frondoso encanto se hacen patentes desde el primer momento en que el visitante llega a la capital croata. Los residentes, que se levantan con el sol, acuden a los mercados al aire libre para comprarles a sus carniceros de confianza y a sus vendedores favoritos, cuyos productos (un arcoíris de frutas y verduras, pan de maíz recién horneado, hileras de aromática miel) proceden en su mayor parte de la campiña colindante. Una variada comunidad de diseñadores, empresarios, músicos, artistas y monjas católicas se cruzan en la plaza principal para dirigirse a sus respectivos lugares de trabajo; jóvenes y no tan jóvenes se reúnen en las terrazas para beber rakija (aguardiente) y kava (café superfuerte) a todas horas. Al caer la tarde, las familias recorren las calles y plazas de la ciudad para platicar con sus vecinos. Es fácil creer que se acaba de descubrir la esencia misma de la vida europea.
Enclavada en los Alpes dináricos, Zagreb se encuentra a dos horas en coche de la costa adriática y su extraordinaria geografía confiere a