@Rafaikkonen
Generación tras generación, la industria de los videojuegos no ha hecho más que crecer exponencialmente, dejando muy atrás el fantasma del Crash de Atari de 1983. En las cuatro décadas transcurridas desde entonces, se los ha dejado de ver como juguetes para verlos como el octavo arte, merced a unas superproducciones cada vez más sesudas en todos los sentidos: el audiovisual, el narrativo, el puramente jugable… Durante años, fue recurrente aquel mantra de que generan más que el cine y la música juntos ("los videojuegos ya no lloran, los videojuegos facturan", parafraseando a Shakira), aunque dicha afirmación tenía más trampa que cartón, al sacar interesadamente de la ecuación lo que produce la música en directo, con sus multimillonarios conciertos. Incluso parece haber desaparecido buena parte de la negatividad social que había en torno a ellos. Ya no es tan habitual verlos en los periódicos o en los telediarios como supuestos instigadores de violencia, sino todo lo contrario, y su auge multimedia no cesa, como han demostrado, este mismo año, la serie de HBO de The Last of Us y la película de Super Mario Bros, convertidas en éxitos instantáneos con la mediación de los creadores de obras tan aclamadas como Chernóbil y los Minions, respectivamente.
Ahora bien, y aunque en la revista procuramos ser positivos por naturaleza con todo lo que hacemos, esta vez vamos a ver el vaso medio vacío, pues la industria de los videojuegos atraviesa un momento extraño hoy por hoy. Obviamente, no lo decimos por los propios juegos, pues el inicio de 2023 ha traído consigo un boom de lanzamientos, justo ahora que tanto PlayStation 5 como Xbox Series X-S tienen ya stock consolidado en las tiendas. Lo decimos por cuestiones contextuales, especialmente la cancelación del E3 y el cierre de oficinas