Aquel enero de 1938 era frío en Loja, al este de Granada. Había caído la noche cuando un capitán de la Brigada de Defensa contra Aeronaves, uno de los mil grupos de partisanos autónomos que regaban la península, se internó con sus hombres tras las líneas franquistas. Al abrigo del silencio y de la oscuridad, anhelaban sembrar el caos en la retaguardia sublevada. Eran rudos y ya veteranos. Y sus sueños, sencillos: con un poco de suerte, podrían volar algún polvorín y regresar al cuartel antes del desayuno. Pero lo que vino a saludarles no fue la diosa Fortuna, sino un desaguisado que arrancó con un grito exigiéndoles el alto. De la nada, una patrulla les encañonó y la tensión fue en aumento. Al final, un disparo aislado desató un tiroteo masivo al más puro estilo «Far West». El resultado: cuatro heridos y un muerto, el sargento Juan Sánchez Sánchez.
El capitán regresó convencido de que se había topado con una pequeña unidad sublevada. Estaba muy equivocado. Los hombres que le habían encañonado pertenecían a la 7 Compañía de Guerrilleros y eran igual de republicanos que ellos.