La muerte. Ese momento que tanto tememos, sobre todo el hombre occidental. Nadie quiere enfrentarse a ella pero, como reza el refrán, «todo el que nace muere, sea lo que fuere». Así que no queda más remedio que hacerlo tarde o temprano. En estos agitados años, cuando el cambio climático está provocando todo tipo de fenómenos extremos y la temperatura se ha elevado en la atmósfera y en los océanos de forma cuanto menos preocupante (el 7 de noviembre de 2022 el secretario general de la ONU, António Guterres, aseguró que «estamos en una carretera al infierno climático con el pie todavía en el acelerador»), cada vez son más los que adquieren una conciencia ecológica, una actitud de salvaguarda del planeta que pueden reflejar cada día de sus vidas… y ahora también en el momento de la muerte. Y es que cada vez tienen más adeptos los llamados «entierros ecológicos», un tipo de práctica bastante asentada en países como Estados Unidos y Australia pero en auge también por estos lares. La idea de este tipo de enterramientos es causar el mínimo impacto ambiental, preservando a su vez los recursos naturales, ya que los entierros al uso causan verdaderos problemas en el ecosistema. Por ejemplo, diversos estudios apuntan que cada año, en Estados Unidos, se contamina el suelo con tres millones de litros de formaldehído (de los productos químicos usados durante el embalsamamiento en las funerarias), mil trescientas toneladas de cemento (destinado a lápidas y monumentos) y trece mil seiscientas toneladas de acero y otros metales utilizados en los féretros.
permitiendo la reutilización de