La medicina oficial (conocida con el término, ya en desuso, de alopática por los defensores de las “terapias alternativas”), se encauza dentro del método científico: se descubre un tratamiento y este se pone a prueba en un amplio número de pacientes para validar su eficacia. Si este no resulta eficaz, dentro de unos márgenes estadísticos, se descarta y se busca otro remedio. Para dilucidar si la curación es debida al fármaco y no a otras variables (remisión espontánea o autosugestión), se compara con otro grupo control de pacientes a los que, sin saberlo, se les ha suministrado una sustancia inocua o placebo. De las diferencias entre ambos grupos se desprende cuál es el porcentaje de éxito del medicamento.
Como ocurre con el método científico, la medicina avanza siempre con pies de plomo: priorizado la curación o alivio de los síntomas–que es la principal demanda del paciente–, deja sin responder muchas interrogantes acerca de por qué enfermamos. En algunas patologías, se conoce cuál es el origen: fumar incrementa las probabilidades de riesgo de desarrollar un cáncer; pero en muchas otras, la parsimonia del método científico, exige ser prudentes antes de especular cuál puede ser la causa (factores ambientales, predisposición genética, etc…).
Esta incertidumbre de no saber por qué hemos contraído una determinada enfermedad encuentra respuesta en el discurso de las “terapias” alternativas o espirituales. En contraste con la medicina, que focaliza su atención en paliar la sintomatología de la enfermedad, las “terapias” alternativas se presentan como una “medicina holística” que interpreta a