Tras la liberación de los campos de concentración por las tropas aliadas, las evidencias sobre las actividades criminales de los médicos nazis fueron saliendo a la luz. Aunque los guardias de las SS se afanaron en destruir todas las pruebas que pudieron durante su retirada, algunas se conservaron: informes, cuadernos de notas, fotografías (como las célebres instantáneas realizadas por el prisionero polaco Wilhelm Brasse, ayudante de Mengele) o diarios (como el del médico de Auschwitz Johann Paul Kremer, publicado en el volumen KL Auschwitz seen by the SS, 2012).
En ocasiones, los descubrimientos fueron tan macabros como la colección de cabezas reducidas, trozos de piel tatuada y objetos fabricados con piel de los prisioneros (obra del médico Erich Wagner, quien estaba trabajando en una tesis doctoral sobre los tatuajes), que se encontraron las tropas estadounidenses tras entrar en el campo de Buchenwald. Un conjunto de pruebas que, unidas a los testimonios de los supervivientes y las secuelas físicas que presentaron algunos de ellos, producto de los experimentos, servirían para encausar a los responsables en Núremberg.
En cuanto a los médicos implicados, su suerte fue dispar. Unos pocos lograron escapar. Además de los comentados casos de Mengele y Aribert Heim, destacan los del endocrinólogo Carl Vaernet, el psiquiatra Werner Heyde y el propio Wagner. El primero, que había estado trabajando en Buchenwald, buscando la “cura” de la homosexualidad (inyectaba un cóctel mortífero de hormonas a los prisioneros con el triángulo rosa), huyó a Argentina, donde siguió ejerciendo la medicina bajo una nueva identidad, e incluso colaboró como asesor del gobierno de Perón.
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