Un día de campo
“Solo es salvia”, aclara Jacob Elordi mientras acerca un mechero a un manojo de hierbas. Su voz, que me llega a través de Zoom desde su casa de Los Ángeles, es tan profunda que las palabras tienden a confundirse, como si a este australiano de 1,80 metros, con gorra de béisbol y camiseta amarillo plátano, lo hubiera poseído el espíritu de Ígor de . O tal vez sea sencillamente cómo se siente, la lisérgica serie de HBO que da prestigio a la generación Z. “El trabajo es mi guía. Mientras lo hago, estoy bien. Puedo ser cualquiera, en cualquier lugar y de cualquier familia”, asegura. “Pero no es así en los momentos intermedios. Hay días en los que te quedas en casa, y esos días son difíciles. Porque pienso: ‘Tengo piscina y televisión, y un sofá y un árbol, pero no puedo ir a comer el domingo con mi madre’”. Sobre su cabeza hay un cuadro pintado por un amigo de un combate de boxeo, dos borrones atizándose eternamente. Cuando habla, Elordi tira del dobladillo de su camisa. Cuando escucha, se pellizca la carne de la mejilla. Parece como si otra conversación tuviera lugar dentro de su cabeza. Pero esa sensación desaparece cuando nuestra charla se centra –inevitablemente– en sus cejas. Son gruesas cejas vascas, heredadas de su padre. “Me acomplejaba tener una sola ceja”, confiesa. “Hacía que mi madre me depilara el entrecejo. A los 15 me aterraba todo vello corporal”. Al final, esboza una sonrisa. “Desde que me he vuelto presumido, me las peino de vez en cuando antes de salir de casa. Aunque me mata tener que usar ese cepillito”.
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