INCERTIDUMBRE ASEGURADA
El aislamiento social, preventivo y obligatorio impuesto por la pandemia, desatada por el COVID-19, tuvo una intensidad diferente en el impacto sobre la industria aseguradora desde sus comienzos en marzo hasta los últimos días de junio. Al principio, rígidas restricciones y pánico de por medio, las compañías del sector entendieron que no era el momento de ganar nuevos clientes y emitir pólizas, sino de retener su cartera.
Ante la imposibilidad de circular, los usuarios de autos –segmento que concentra la mayor parte del negocio asegurador en la Argentina– comenzaron a buscar descuentos, promociones, financiamiento y bajas de sus coberturas. Ante ese panorama, las aseguradoras rápidamente se aggiornaron con descuentos de hasta el 30 por ciento. Eso, para una industria que ya viene con una rentabilidad técnica golpeada y que en los últimos años no pudo trasladar la inflación al precio de las primas, resultó una forma de mantener a los clientes, al menos en lo inmediato. Pero este tipo de acciones no son sostenibles en el tiempo, incluso con una siniestralidad a la baja.
Al comienzo de este año el sector asegurador tenía una facturación proyectada de $ 650.000 millones, estimación que fue echada por tierra apenas el COVID-19 puso un pie en el país. Desde el comienzo del aislamiento, según la Asociación Argentina de Productores Asesores de Seguros (Aapas), las nuevas pólizas cayeron un 15% y los siniestros un 70% en el Área Metropolitana de Buenos Aires, donde se concentran las mayores restricciones.
Este contexto hizo que el consumidor cambiara y las aseguradoras también, dando lugar a nuevas alternativas de subsistencia –por fuera de las promociones–. Coberturas más pequeñas, con propuestas a demanda, apalancadas en la utilización de la tecnología comenzaron a ser moneda corriente. Para esta reconversión fue clave el trabajo de los asesores, quienes analizaron caso por
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