El punto G no existe
Corría el año 1982 cuando la sexualidad femenina dio un giro de 180 grados. Todo debido al descubrimiento de una pequeña protuberancia de poco más de un centímetro situada en la pared superior de la vagina (junto a la uretra), a la que se le atribuía la capacidad de provocar orgasmos explosivos acompañados de eyaculación. En realidad, el responsable del hallazgo había sido el investigador alemán Ernst Gräfenberg en 1940 (en ese momento fue bastante cuestionado por sus colegas); sin embargo, no fue hasta cuarenta años después cuando la doctora Beverly Whipple y su para referirse a lo que describieron como una «pequeña alubia dotada de sensibilidad». A partir de ese momento, miles de mujeres (y hombres ávidos de complacerlas) se lanzaron a la búsqueda de lo que parecía el Santo Grial del sexo. Pero sólo unos pocos alcanzaban la gloria y lo encontraban. Por eso continuaron las investigaciones, aunque con resultados dispares: en 2012, por ejemplo, el cirujano ginecológico Adam Ostrzenski, tras estudiar el cadáver de una mujer de 83 años, afirmaba que era un área anatómica de 8,1x3,6 milímetros, mientras que otro informe del mismo año no halló pruebas de su existencia. El estudio más reciente, de 2017, llegaba a la misma conclusión: ni rastro. Mientras, florecía toda una economía en torno a esta zona que no ha dejado de crecer en las tres últimas décadas: vibradores, preservativos y lubricantes para estimularla; talleres especiales e incluso inyecciones de ácido hialurónico con el fin de aumentar la excitación (demos las gracias, o no, a Gwyneth Paltrow, que las recomendaba). A la par, Mr. Google se ha convertido en un discreto consejero que trata de resolver todos los misterios (actualmente, el buscador arroja más de 900 millones de resultados cuando se le pregunta por la polémica
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