EN TIERRAS EXTRAÑAS
La imagen tradicional que tenemos de un vikingo es la de un fiero guerrero barbado saltando desde su barco a la arena de la playa para encaminarse a una bonita población europea dispuesta para el saqueo. Nadie suele evocar a uno de esos piratas nórdicos cabalgando a lomos de un camello. Y, sin embargo, esta segunda imagen fue tan habitual como la primera. Además de hacia el oeste, los vikingos transportaron su afán por el botín y la exploración al este, penetrando en las tierras de Asia hasta llegar a la lejana Bagdad, y viajaron al lejano sur para intentar saquear con poco éxito la misteriosa Miklagard, “la gran ciudad”, nombre con el que llamaban a Constantinopla. En estos viajes adoptaron las costumbres locales, se mezclaron con las poblaciones con las que se toparon y tomaron como propia la religión imperante en cada lugar que visitaban. Y, por supuesto, utilizaron los ani males de carga a su alcance, como ocurrió con los camellos. Como en el caso de Europa occidental, aquellos incansables exploradores constituyeron el germen de nuevos estados que iban a tener un peso decisivo en la historia mundial.
El legado de los árabes
“No he visto personas más hermosas, son altos y esbeltos como palmeras, rubios y de tez sonrosada. Cada hombre tiene un hacha, una espada y un cuchillo, y no se separa de ellos en ningún momento”. Son palabras de Ahmad ibn Fadlan, embajador del califa Muqtadir de Bagdad, en el siglo x. Como muchos viajeros y cronistas árabes de la época, tuvo ocasión de conocer a unos comerciantes provenientes del norte. Otros escritores árabes, sin embargo, no los describieron con tan buenas palabras, destacando de ellos su fiereza, la cantidad de tatuajes que cubrían sus cuerpos y la costumbre de mantener relaciones sexuales con sus esclavas
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