Legiones Una formidable máquina bélica
En tiempos de Julio César y Octavio Augusto –y en los siglos venideros del Imperio–, las poderosas tropas romanas no tenían igual en el mundo conocido e inspiraban en sus enemigos un temor reverencial. Mucho habían evolucionado desde los orígenes tribales de Roma. Pero ya entonces, cuando los romanos heredaron de los etruscos gran parte de sus tradiciones, costumbres y modos de organización social, sus fuerzas de combate –las falanges– se distinguieron pronto por su sofisticación: lanzas de puntas de hierro y bronce, espadas rectas y curvadas, yelmos metálicos similares a los diseños griegos, lorigas (armaduras) de cuero con aplicaciones de metal, escudos redondos de bronce y grebas del mismo material. Asimismo, adoptaron de los tirrenos la trompa metálica, un instrumento ideal para transmitir órdenes en el fragor de la batalla, y aparecieron enseguida los carros de combate tirados por dos caballos.
Sus primeras fuerzas de combate, las falanges, dieron paso en el siglo IV a. C., a las legiones.
En la época monárquica, las peculiares características de la monarquía romana –en esencia el rey, elegido entre los ciudadanos, era un jefe cívico-militar– impusieron una rápida superioridad sobre sus vecinos. Roma inició su política de expansión territorial y, a mediados del siglo VI a. C., se extendía 3,100 km2; y este agrandamiento vino acompañado por el de su ejército, que pasó de las 30 centurias y los 3,000 hombres de sus comienzos a los
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