En tiempos de Julio César y Octavio Augusto —y en los siglos venideros del Imperio—, las poderosas tropas romanas no tenían igual en el mundo conocido e inspiraban en sus enemigos un temor reverencial. Mucho habían evolucionado desde los orígenes tribales de Roma. Pero ya entonces, cuando los romanos heredaron de los etruscos gran parte de sus tradiciones, costumbres y modos de organización social, sus fuerzas de combate —las falanges—se distinguieron pronto por su sofisticación: lanzas de puntas de hierro y bronce, espadas rectas y curvadas, yelmos metálicos similares a los de los griegos, lorigas (armaduras) de cuero con aplicaciones de metal, escudos redondos de bronce y grebas del mismo material. Asimismo, adoptaron de los tirrenos la trompa metálica, un instrumento ideal para transmitir órdenes en el fragor de la batalla, y aparecieron enseguida los carros de combate tirados por dos caballos.
En la época monárquica, las peculiares características de la monarquía romana —en esencia el rey, elegido entre los ciudadanos, era un jefe cívico-militar—impusieron una rápida superioridad sobre sus vecinos. Roma inició su política de expansión territorial y, a mediados del siglo vi a. C., se extendía 3100 km; y esta expansión vino acompañada por la de su ejército, que pasó de las treinta centurias y los 3000 hombres de sus comienzos a los 20 000 infantes y 800 jinetes de la época de Servio Tulio (578-534 a. C.). Teniendo en cuenta que Roma contaba entonces 80 000 habitantes,