Egipcias poderosas
onviene recordar que, pese a ser la más famosa soberana de Egipto –por su vinculación con Julio César y por su apasionante biografía, pasto de la literatura y el cine–, Cleopatra VII Filopátor Nea Thea (o sólo Cleopatra, en el imaginario colectivo) no fue una reina-faraón –ése es su nombre correcto; lo de “faraonas” es sólo una licencia–. También que de ellas hubo contados casos en los más de tres milenios de historia (3100-30 a. C.) del Antiguo Egipto. Y eso que el estatus social y el acceso a espacios de mando de las egipcias fue muy superior al de las griegas o romanas, algo debido a su igualdad legal con los hombres –podían denunciarlos por maltrato, manejar herencias, comprar y vender bienes o divorciarse– y a las peculiaridades de su religión, con la diosa Isis a la cabeza. Así, aunque la relevancia de las mujeres en la corte resulta indiscutible –la Gran Esposa Real () tuvo en muchas ocasiones un enorme poder en la sombra o incluso como corregente y se le consideraba guardiana y protectora de la nación– y, además, casarse con una fémina de sangre real era un plus de legitimidad casi inevitable –con excepciones: Amenemhat I, Amenhotep III– para que un varón accediese al trono (de ahí los frecuentes enlaces entre hermanos), éste estaba reservado,
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