LA DIVINA COMEDIA
SE CUMPLE EL 60 ANIVERSARIO DEL ESTRENO de Y el vacío que dejó el creador de esta joya del séptimo arte en la sala de butacas desde 2002 sigue sin ser ocupado por ningún cineasta capaz de llenar de contenido, y escuchando . Estudia Derecho, pero lo deja para ser bailarín, y al fin periodista. Su pasión por contar historias le lleva a tocar todos los palos y plasmar su ingenio en cualquier tipo de libretos, hasta que en 1927 es fichado como corrector de guiones del incipiente cine mudo. Tras el triunfo de Hitler, Billy no espera a que el sátrapa invada Polonia y se larga a París, para un año después cruzar el charco y unirse a la numerosa tribu de judíos errantes y colegas de oficio exiliados en la meca del celuloide. Lo suyo era seducir con las palabras. El idioma inglés era para él extraño, práctico y directo, un muro para alguien que hablaba alemán. Pero ahí estaba la gracia: enfrentarse al nuevo idioma con la libertad del niño que descubre un juguete. Wilder jugó y ganó. Lo supo cuando, por fin, pudo hacer reír con aquella lengua ajena. En aquel Hollywood, Wilder era un refugiado: un hombre que lo había perdido todo excepto su acento. Igual que su maestro, Ernest Lubitsch. De él aprendió todo lo que el cine le tenía que enseñar. Lo principal, que los guiones se escriben también con la cámara. Que la puerta cerrada de la que sale un caballero que no se puede abrochar el cinturón dice más que cien líneas de conversación. Wilder demostró haber aprendido la lección, que podía narrar las mejores páginas con su Underwood o con el objetivo de su Panavision. Por ello siempre se consideró un escritor. Y no es casual que la frase grabada en la lápida de su tumba recuerde aquella con la que firmó el mejor final de la historia del cine: “Soy escritor. Ya ven, nadie es perfecto”.
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