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“Yo quería ser el Jacques Cousteau negro. Siempre he pensado que el espacio interior es más interesante que el espacio exterior”. (Jackson fue fotografiado en Los Ángeles en enero).
Samuel L. Jackson conduce, con el pedal hasta el fondo, nuestro carrito de golf a través de la neblina matinal del sur de California, lo que hace que el motor eléctrico gimotee al máximo. Son las 8:15 a. m. y él, junto a su grupo de compañeros de golf, ya ha jugado nueve hoyos. Me reuní con ellos y subí al carro de Jackson mientras continuaban en el curso, interrumpiendo su suave conversación con eventos esporádicos propios del golf, referentes a los últimos nueve hoyos. Es uno de esos extraños y azarosos grupos de personas de Los Ángeles que nunca te imaginarías juntos: Richard Schiff, actor ganador del Emmy por The West Wing, fumaba un cigarrillo con un desteñido gorro de los Yankees y pantalones de golf con adornos rosados. También está un productor-escritor infaliblemente optimista, que pasa gran parte del tiempo alentando los tiros de todos y explicando el juego del cricket. Así como un joven semiprofesional con una polo de gran nitidez que saca la bola del tee como si estuviera abriendo un portal a otra dimensión. Se supone que Don Cheadle debería estar aquí, pero está ausente por razones desconocidas. (Eventualmente descubrimos, en la televisión de la casa club, que se debió a que iba a aparecer en Good Morning America a esa misma hora). Más tarde escuché que Josh Duhamel frecuentemente acompaña a este grupo. Nunca había estado en un campo de golf en mi vida.
Jackson conduce, haciéndome preguntas personales (“¿Los blancos alguna vez te han confundido con Brian Tyree Henry?”, me dice). Y navega alegremente alrededor de los obstáculos en nuestro camino y corre sobre la hierba mojada a pesar de las abundantes señales que nos advierten que no hagamos eso. Cada vez que lo hace, el carro amenaza con dar un derrapón de película y tirarme al camino de asfalto. “Agárrate fuerte”, me dice con un 85 por ciento de cara seria. Es un buen consejo, proveniente de un hombre de setenta años originario de Chattanooga, Tennessee. Estoy vagamente asustado y tratando de parecer tranquilo. Jackson conduce con decisión, totalmente relajado.
A su edad, el veterano de Hollywood viste “totalmente despreocupado”, cómodo como el desvanecido gorro negro de Adidas con el que juega. Su actitud despreocupada me queda clara cuando, más adelante, lo entrevisto en el restaurante del club campestre, y él lanza “” y “” a diestra y siniestra, mientras los comensales, a lo largo de todo el comedor, miran de forma incómoda sus huevos benedictinos en sus platos. Se comporta no sólo como un hombre que pertenece aquí, sino también como uno que básicamente posee el lugar. Su casual falta de atención hacia la “autoridad” percibida de las estructuras de poder de los blancos está tan profundamente ligada a su forma de ser, que en su presencia parecería extraño que alguien, en cualquier parte, pensaría en comportarse de manera diferente. A muchas personas les gusta decir que no les importa una mierda lo que digan de ellas. Samuel L. Jackson simplemente lo hace: no le
